PRESENTACIÓN HOMENAJE A LOLITA MARIN-ORDÓÑEZ
(2 DE MARZO DE 2007)
José S. Carrasco Molina
El otro día, en una de las visitas de la arquitecta municipal para ver la marcha de las obras, yo, tan enamorado de mi pueblo, le estaba yo hablando de las bellezas de este, de su Teatro Cervantes, de su Ermita… cuando el director, que me estaba oyendo, exclamó: “pero ¿qué hace aquí un abaranero hablando bien de su pueblo?”.
Hoy me voy a desquitar, porque voy a hablar bien de Cieza, pero no por compromiso, sino de corazón.
Y voy a hablar bien de Cieza, porque si es verdad lo que alguien dijo: “un hombre es una madre y un bachillerato”, somos muchísimos los abaraneros que debemos a Cieza la mitad de lo que somos. Porque siendo cierto que tenemos la madre biológica, la que nos hizo ver la luz en el pueblo de al lado, también es verdad que aquí estudiamos un bachillerato que ha sido la base de nuestra formación posterior.
Y lo cursamos allá en la calle Cadenas, en un edificio destartalado, con muy pocos medios materiales, si acaso algún mapa, pero con unos medios humanos de primera categoría. A la cabeza, Don Julián Garro, un humanista de cuerpo entero, y con él, gentes tan entrañables como don Ambrosio, don David o don Carmelo o Pepita Semitiel, estos ya desaparecidos, y algunos otros con los que cursamos un bachillerato de ida y vuelta en el coche de Ramón con la Rambla, el río y Bolvax como testigos. Y nosotros fuimos los sucesores de otros que venían primero andando y luego en bicicleta y que han llegado muy lejos en el campo del Derecho, la enseñanza, la medicina y tantos otros.
Es por ello por lo que tenemos que estar agradecidos a este pueblo, no sólo por lo que en él recibimos sino porque nos acogió con los brazos abiertos, aunque manteniendo siempre esa entrañable rivalidad que no puede faltar porque es la salsa de nuestra convivencia. Yo, aún hoy, sigo discutiendo cada día con mis compañeros ciezanos comparando las noticias negativas o positivas de un pueblo y del otro que aparecen en la prensa.
Pero, a pesar de todo, empecé mi labor docente aquí y aquí me pienso jubilar, porque siempre he encontrado un afecto sin medida y, además, porque sólo así, enseñando aquí en Cieza, puedo devolver a este pueblo una pequeña parte de lo que en él aprendí.
Y en todo esto que aprendí, además de los ya citados, tuvo un papel determinante una mujer cordial, cercana, de espíritu juvenil, que nos fue enseñando lengua y latín durante nuestro bachillerato y que a pesar de nuestras travesuras adolescentes, nunca perdió la sonrisa. Si acaso alguna vez, cuando elevábamos el volumen de nuestras voces, nos gritaba sin demasiado convencimiento: “Si no hay silencio, yo me voy”. Pero no, nunca se iba.
Con ella no sólo aprendimos las oraciones coordinadas, el gerundivo o el ablativo absoluto, con ella no sólo entramos en contacto con las Coplas de Manrique o con la Atalaya en excursiones de pubertad. Con ella aprendimos mucho más.
Con ella aprendimos que hay que ir por la vida procurando hacer felices a los demás, que la amistad es un valor tan importante como el conocimiento, que hay que cambiar el “piensa mal y acertarás” por “piensa bien aunque te equivoques”, que hay que ser “puente y no zanja” y tantas otras máximas para conducirnos en la sociedad. Porque Lolita no sólo era maestra en la asignatura de latín, era maestra en la difícil asignatura de la vida.
Yo no soy objetivo cuando hablo de ella, ni pretendo serlo. Porque no puedo hablar fríamente de una persona que me descubrió el valor de las humanidades, la belleza del latín y, sobre todo, el encanto de la enseñanza. No puedo ser objetivo cuando hablo de una persona que me ha profesado un cariño sin medida, un afecto familiar. Es por ello por lo que no exagero cuando la defino como “mi segunda madre”.
Y lo que yo pienso de ella lo piensan seguramente todos los que han pasado por sus manos y todos los que la conocen tanto aquí como en mi pueblo. Porque ella tiene mucho que ver también con Abarán y podría afirmar como decía don Carmelo que es cien por cien ciezana y cien por cien abaranera. Y no sólo por el apellido Templado, tan abaranero como el Gómez, sino por el aprecio que siente y recibe en mi pueblo. El mismo que le tenía su madre a la que, ya al final de su vida, Lolita nos contaba que le dio por pensar que vivía en Abarán y que su tío Domingo le había hecho una casa en Abarán “igual, igual que la de Cieza”.
Por todos sus valores, reconocidos por los que la conocemos, Lolita se merecía este acto de agradecimiento a toda una vida repartiendo enseñanza y afecto. Recuerdo que don Ambrosio nos decía “El que siembra recoge, si no fruto, buenas acciones”.
Pues hoy, Lolita, sólo estás recogiendo una pequeña parte de lo mucho que has sembrado en nuestra inteligencia, en nuestra voluntad y en nuestro corazón.
(2 DE MARZO DE 2007)
José S. Carrasco Molina
El otro día, en una de las visitas de la arquitecta municipal para ver la marcha de las obras, yo, tan enamorado de mi pueblo, le estaba yo hablando de las bellezas de este, de su Teatro Cervantes, de su Ermita… cuando el director, que me estaba oyendo, exclamó: “pero ¿qué hace aquí un abaranero hablando bien de su pueblo?”.
Hoy me voy a desquitar, porque voy a hablar bien de Cieza, pero no por compromiso, sino de corazón.
Y voy a hablar bien de Cieza, porque si es verdad lo que alguien dijo: “un hombre es una madre y un bachillerato”, somos muchísimos los abaraneros que debemos a Cieza la mitad de lo que somos. Porque siendo cierto que tenemos la madre biológica, la que nos hizo ver la luz en el pueblo de al lado, también es verdad que aquí estudiamos un bachillerato que ha sido la base de nuestra formación posterior.
Y lo cursamos allá en la calle Cadenas, en un edificio destartalado, con muy pocos medios materiales, si acaso algún mapa, pero con unos medios humanos de primera categoría. A la cabeza, Don Julián Garro, un humanista de cuerpo entero, y con él, gentes tan entrañables como don Ambrosio, don David o don Carmelo o Pepita Semitiel, estos ya desaparecidos, y algunos otros con los que cursamos un bachillerato de ida y vuelta en el coche de Ramón con la Rambla, el río y Bolvax como testigos. Y nosotros fuimos los sucesores de otros que venían primero andando y luego en bicicleta y que han llegado muy lejos en el campo del Derecho, la enseñanza, la medicina y tantos otros.
Es por ello por lo que tenemos que estar agradecidos a este pueblo, no sólo por lo que en él recibimos sino porque nos acogió con los brazos abiertos, aunque manteniendo siempre esa entrañable rivalidad que no puede faltar porque es la salsa de nuestra convivencia. Yo, aún hoy, sigo discutiendo cada día con mis compañeros ciezanos comparando las noticias negativas o positivas de un pueblo y del otro que aparecen en la prensa.
Pero, a pesar de todo, empecé mi labor docente aquí y aquí me pienso jubilar, porque siempre he encontrado un afecto sin medida y, además, porque sólo así, enseñando aquí en Cieza, puedo devolver a este pueblo una pequeña parte de lo que en él aprendí.
Y en todo esto que aprendí, además de los ya citados, tuvo un papel determinante una mujer cordial, cercana, de espíritu juvenil, que nos fue enseñando lengua y latín durante nuestro bachillerato y que a pesar de nuestras travesuras adolescentes, nunca perdió la sonrisa. Si acaso alguna vez, cuando elevábamos el volumen de nuestras voces, nos gritaba sin demasiado convencimiento: “Si no hay silencio, yo me voy”. Pero no, nunca se iba.
Con ella no sólo aprendimos las oraciones coordinadas, el gerundivo o el ablativo absoluto, con ella no sólo entramos en contacto con las Coplas de Manrique o con la Atalaya en excursiones de pubertad. Con ella aprendimos mucho más.
Con ella aprendimos que hay que ir por la vida procurando hacer felices a los demás, que la amistad es un valor tan importante como el conocimiento, que hay que cambiar el “piensa mal y acertarás” por “piensa bien aunque te equivoques”, que hay que ser “puente y no zanja” y tantas otras máximas para conducirnos en la sociedad. Porque Lolita no sólo era maestra en la asignatura de latín, era maestra en la difícil asignatura de la vida.
Yo no soy objetivo cuando hablo de ella, ni pretendo serlo. Porque no puedo hablar fríamente de una persona que me descubrió el valor de las humanidades, la belleza del latín y, sobre todo, el encanto de la enseñanza. No puedo ser objetivo cuando hablo de una persona que me ha profesado un cariño sin medida, un afecto familiar. Es por ello por lo que no exagero cuando la defino como “mi segunda madre”.
Y lo que yo pienso de ella lo piensan seguramente todos los que han pasado por sus manos y todos los que la conocen tanto aquí como en mi pueblo. Porque ella tiene mucho que ver también con Abarán y podría afirmar como decía don Carmelo que es cien por cien ciezana y cien por cien abaranera. Y no sólo por el apellido Templado, tan abaranero como el Gómez, sino por el aprecio que siente y recibe en mi pueblo. El mismo que le tenía su madre a la que, ya al final de su vida, Lolita nos contaba que le dio por pensar que vivía en Abarán y que su tío Domingo le había hecho una casa en Abarán “igual, igual que la de Cieza”.
Por todos sus valores, reconocidos por los que la conocemos, Lolita se merecía este acto de agradecimiento a toda una vida repartiendo enseñanza y afecto. Recuerdo que don Ambrosio nos decía “El que siembra recoge, si no fruto, buenas acciones”.
Pues hoy, Lolita, sólo estás recogiendo una pequeña parte de lo mucho que has sembrado en nuestra inteligencia, en nuestra voluntad y en nuestro corazón.
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