viernes, 18 de enero de 2008

Aquel entrañable ajetreo

AQUEL ENTRAÑABLE AJETREO
Siempre es difícil encontrar un tema que te sirva de base para escribir el artículo que la Junta de Hermandades te solicita cada año para este libro que ya se va convirtiendo en algo tan esperado como el Programa de Festejos en septiembre. Y es que la edición de ambas publicaciones ya no puede faltar ni en nuestra Semana Santa ni en nuestras fiestas septembrinas.
En relación con la Semana Santa en todo el orbe cristiano, es, sin duda, la semana más intensa de las cincuenta y dos que, según nuestro calendario, configuran el año.
Y esa intensidad se capta especialmente en la calle con esos desfiles procesionales y el resto de actos que jalonan esos días y que hacen que las calles y otros recintos sean el marco para que imágenes, sones, gentes den vida a una tradición tan entrañable como nuestra.
Pero en este artículo quisiera hacerme eco de la intensidad que suponen estos días no ya fuera del templo sino dentro del mismo. Pues, al igual que esos desfiles y otros actos, suponen un ajetreo, una infraestructura, unos preparativos que llevan de cabeza a mucha gente, también en la iglesia, de puertas para adentro, siempre se han vivido estos días con una especial vitalidad.
La realidad es que ya este ajetreo se aprecia cada vez menos, pues hay que reconocer que la “aparatosidad” litúrgica que llevaba consigo el desarrollo de la Semana Santa ya ha desaparecido prácticamente y ya las ceremonias dentro de la iglesia se llevan a cabo de una manera más sencilla, no sé si para bien o para mal.
Pero la imagen de la iglesia (con minúscula) durante esta Semana y de sus días previos hace años era la de un ajetreo continuo, de un ir y venir no sólo de los curas sino de los que colaborábamos en la vida de la Parroquia. Y eso que yo ya recuerdo sólo los últimos coletazos de esa intensidad que se vivía de puertas para adentro.
Y, a pesar de ello, ya viví, entre otras cosas, el templo con los paños morados cubriendo las imágenes hasta que llegara el momento de la Resurrección.
Pero no cabe duda de que era el montaje del monumento para el Jueves Santo una de las actividades que más ajetreo suponían en estos días. Y no sólo por colocar el sagrario, con sus escaleras para llegar hasta él, o las cortinas o las flores (que eso aún se sigue haciendo), sino, sobre todo, por las velas que lo iluminaban. Porque en los días previos la sacristía eran un trasiego de gentes a las que había que anotar las velas que encargaban para el monumento, y que eran de varios tipos, con la complicación además de que luego había que devolverle el cabo de vela al desmontarlo. Ello exigía, además, que durante la noche del Jueves Santo, hubiera que cambiar las velas (que eran decenas) antes de consumirse del todo. Ese trasiego durante los días previos hacía que la iglesia fuera un hervidero de gente, porque no hay que olvidar que los confesionarios estaban atendidos durante casi todos esos días previos al Jueves Santo. Y, por si faltara poco , los tronos de la Virgen y del Señor que se arreglaban en la iglesia y que permanecían allí semanas y semanas después del Domingo de Pascua. Y, entre las mujeres que iban a llevar o encargar las velas, las que iban a confesar, los que arreglaban los tronos, en la iglesia en estos días nunca se aburría uno. Y en el fondo de todo este ajetreo y movimiento, algunas personas con nombres y apellidos. Y en los años de mi infancia y adolescencia, hay nombres inolvidables; el primero, don Juan Sáez, que estaba siempre atento a que no faltara ningún detalle en la liturgia, desde las vinajeras que había que limpiar bien hasta esa campanilla con tablillas de madera que se tocaba en Jueves Santo durante la consagración porque hasta la resurrección no podía tocarse la tradicional, pasando por la jarra con el agua caliente que me parece recordar que siempre se traía de la casa de Cano en las cuatro esquinas. Y, junto a Don Juan, otros nombres propios que, estando todo el año al quite en todo lo que en la iglesia hiciera falta, durante estos días, su colaboración era aún más solicitada: Joaquinín de la Vejez y Augusto Puche. Uno dejaba su carpintería tan cercana providencialmente a la iglesia y el otro, su tienda en la Plaza para estar atentos a lo que Don Juan les pidiera, teniendo a veces que poner a prueba su imaginación y sus mañas para complacerlo. Y, junto a ellos, una mujer que en estos días aún intensificaba su ritmo de hacer formas (las hostias para la comunión), labor a lo que se dedicaba todo el año, Isabel de Vargas, una mujer que, en el silencio y en la discreción, ha sido pieza importante en la parroquia. Alrededor de ella, nosotros, los monaguillos, esperando los recortes de aquellas sabrosas planchas finas para comérnoslos.
Los preparativos para los Oficios del Jueves Santo, con el lavatorio incluido (para el que siempre faltaba alguien); la intendencia para el Desenclavamiento del Viernes Santo (por desgracia desaparecido); la infraestructura para la vigilia pascual (empezando por la preparación de la leña para la lumbre), todo ello creaba alrededor de la iglesia un cúmulo de vivencias, de relaciones, en definitiva, de calor humano que hoy, cuando ya nos hemos quedado con lo mínimo, se echa en falta. Hoy la iglesia está mucho más calmada, ya no hay ese trasiego que llevaba también consigo su ruido y su cierto desorden, pero quizás el Señor lo prefiera a este orden y esta soledad que contempla ahora desde su sagrario.
Porque, llegados a este punto, y, pasando de ese ajetreo superficial a una reflexión trascendente, habría que plantearse si esa “desnudez” litúrgica a que se ha llegado, sacrificando tantos elementos “escenográficos” y coloristas, en aras de una mayor “autenticidad”, ha contribuido a mantener a esos fieles que llenaban nuestros templos o ha sido un componente más que ha colaborado en esa deserción tan importante que estamos viviendo hoy en nuestras iglesias.
JOSE S. CARRASCO MOLINA
(Programa de Semana Santa 2005)

No hay comentarios: