viernes, 18 de enero de 2008

abaran en sus mujeres

“Abarán en sus mujeres”
Charla de José S. Carrasco Molina
11 de Mayo de 2006

Es muy fácil caer en tópicos y más últimamente cuando se habla de la mujer, es muy fácil llenarse la boca con sustantivos y adjetivos que expresan cualidades, valores y virtudes de la mujer: laboriosidad, ternura, inteligencia, abnegación, .. y tantos otros con los que se llenan hoy tantos artículos, libros o discursos tratando de la mujer.

Pero los tópicos no dejan de ser eso, palabras demasiado manoseadas que, por ello, pierden su valor y eficacia. Lo que ocurre es que todas esas palabras aquí se hacen carne y habitan entre nosotros y por ello adquieren pleno sentido. Todas esas cualidades tienen en nuestro pueblo nombres y apellidos o mejor, nombres y apodos. Porque ya sabéis que aquí los apellidos pasan casi desapercibidos y, en lugar de individualizar y personalizar, agrupan. Eso es lo que hacía decir a Don Antonio de Hoyos que en Abarán siempre se encontraba uno con “la eterna señorita Gómez”.

Vamos a hacer un breve recorrido por las mujeres de este pueblo, mujeres que, en su mayoría, a lo largo de nuestra historia, no han tenido apenas acceso a la cultura y, desde luego, no tienen sobre las puertas de sus casas ningún escudo nobiliario o distintivo heráldico de solera. Mujeres cuya única solera ha sido el trabajo, cuyo único blasón ha sido el esfuerzo continuado en sacar adelante una casa, una familia, y al mismo tiempo demostrar su valía, su tesón y su arte poniendo su grano de arena en el desarrollo económico de Abarán, que sin ellas no habría sido posible, que no se hubiera producido sin tantas manos expertas en seleccionar y empaquetar nuestras selectas frutas para que pudieran competir más allá de la Garita, o en trabajar con tanto sacrificio esas lías de esparto que también dieron vida a nuestro pueblo en un pasado no tan lejano, o en tantos otras actividades en las que siempre las mujeres de Abarán, las de ahora y las que nos han precedido y han gastado su vida en condiciones mucho más penosas, se han distinguido. Pero todo ello armonizado y mezclado en un delicioso cóctel con un donaire y belleza difíciles de encontrar en otros lugares en la misma proporción.

Pero también es verdad que, repasando la historia de nuestro pueblo, comenzando por esa fecha de 1483, fecha de nuestro Fuero de Repoblación, y después de la cual ya podemos seguir el hilo de nuestro devenir, apenas encontramos mujeres con nombre propio, individualidades que hayan brillado de manera especial. Si recorremos con la mirada la galería de personajes del Salón de Plenos de nuestro Ayuntamiento, sólo distinguimos a una religiosa, y no abaranera sino castellana, de la que hablaremos después; ella se encuentra sola entre Don José Yelo de Valentino, Don Jesús y Don David Templado, Don Jesús Carrillo y tantos otros a los que las generaciones siguientes ya conocemos por sus nombres y apellidos. Si salimos de este salón municipal y recorremos el callejero abaranero, tampoco vemos ni una sola mujer que haya merecido la dedicación de una de nuestras calles.


Y es que en Abarán, en el ámbito femenino, más que de individualidades, nos encontramos con un perfil de mujer que se ha ido repitiendo a lo largo del tiempo y que viene a ser como un cliché en el que se pueden ver reflejadas tantas generaciones de abaraneras cuya vida ha ido transcurriendo en este rincón del Valle, siempre con el río Segura como fiel confidente y testigo de sus afanes y de sus esfuerzos, de sus sacrificios y de sus sudores, de sus esperanzas y de sus ilusiones y también, por qué no, de sus dolores y de sus frustraciones.

No obstante, a pesar de esta ausencia de individualidades, vamos a fijarnos en algunas mujeres con nombres y apellidos, como una pequeña muestra de lo que en realidad es un innumerable y variadísimo ramo que, con su colorido, ha protagonizado y adornado nuestra historia, advirtiendo de antemano que quedarán muchísimas en el tintero, que todas las mujeres de Abarán merecerían una mención pues esconden, en su inmensísima mayoría, una historia configurada por tantos sacrificios, sentimientos y vivencias. No quiero que me pase como aquella noche en el Cervantes en su reinauguración, en la que, tras leer yo todo emocionado una poesía mía en la que hacía un recorrido por la historia y por algunas gentes relacionadas con él, alguien desde un palco, me espetó: “¡se te ha olvidado Luis de la Lavera!”. Aquí se van a quedar muchas sin nombrar pero eso es inevitable.

La primera mujer que destacaré con nombre propio es una mujer sencilla, primera característica de la abaranera. Nos tenemos que remontar con la imaginación al siglo XVI y entrar a una casa seguramente en la Solana, en la que al decir desde la puerta “!Ah de la casa!” (que era el saludo de la época), nos responde desde dentro una mujer vestida de negro que se encuentra en la cocina frente al fuego haciendo la comida, pues su marido está a punto de venir de la iglesia donde pasa la mayor parte del día pues es el sacristán y organista de la Parroquia de San Pablo, cuya creación arranca con el siglo. El es Cosme Juan y ella, nuestra protagonista, tiene por nombre Leonor, Leonor de Molina. Hacían ambos una buena pareja que, posiblemente se conoció en la sacristía de la iglesia. Allí quizás un día Leonor entraría a encargar una misa por sus difuntos y un joven, culto y apuesto, recién llegado a la parroquia la atendería con unas formas no demasiado frecuentes entre los abaraneros del momento. Se cruzaron sus miradas y surgió en ellos una admiración mutua que poco a poco se fue convirtiendo en amor auténtico que los llevó al matrimonio, siendo la boda una gran acontecimiento. De ese amor nacieron dos hijos, uno de ellos, varón, muere de corta edad, provocando en los padres un tremendo dolor que aceptan con entereza cristiana y que se ve mitigado por el nacimiento de una hija, Ursula que será quien les dé un único nieto, que es el capricho y alegría de sus abuelos que se pasaría el día jugando con él en la Solana. Cosme Juan, de vez en cuando lo lleva con él a la iglesia y lo va formando en esa fe cristiana tan profunda que él llevaba dentro y en esa devoción a los Santos Médicos que él trajo consigo a este pueblo desde sus tierras valencianas, donde estaba muy implantada por aquellos tiempos. Volviendo a Leonor, la primera mujer con nombre propio que destacamos en nuestra historia, viendo próxima su muerte, con fecha 26 de Noviembre de 1596, deja instituido para siempre en Abarán lo que, al menos para mí, es uno de nuestros tesoros más preciados: la fiesta en honor a San Cosme y San Damián. A partir de entonces, el 27 de septiembre brilla con luz propia en el decurso del año en nuestro pueblo, a partir de entonces el cielo septembrino tiene en Abarán un azul especial, a partir de entonces la hoja de septiembre es la joya más valiosa en nuestros almanaques. Por todo ello, creo que Leonor de Molina merece tener nombre propio en la historia de esta Villa.


Para encontrar una segunda individualidad dentro del sexo femenino, nos trasladamos a finales del siglo XVII y a una casa situada a escasos metros de la Parroquia, a una casa que sólo distaba unos pasos de la iglesia. Allí en el actual número trece de la calle Prim, nacía el 15 de Noviembre de 1680 Isabel Catalina Velasco Suárez, hija de Damián y Leonor, siendo bautizada el 5 de diciembre del mismo año. Sus padres, buenos cristianos y honrados trabajadores, de clase humilde, educaron a su hija en un clima de laboriosidad y devoción religiosa. Según nos cuenta Don Antonio Yelo, que es un gran admirador de esta abaranera, desde sus primeros años se ejercitó en el trabajo manual y dedicaba más tiempo del que en su edad podría suponerse, a la oración y prácticas penitenciales que su corazón todavía infantil ingeniaba. A los 13 años consagró espontáneamente su virginidad a Dios y, como signo de esta consagración, ofreció su madeja de pelo a la imagen de Jesús Nazareno. No poseemos en la actualidad retrato auténtico suyo, aunque sí existía en la pared de la sacristía vieja de la Parroquia de San Pablo un lienzo al óleo de tamaño natural donde aparecía sentada con el Breviario en sus manos pero, al desaparecer esta sacristía, el lienzo fue arrojado ignorantemente entre los desechos de la obra. Sí sabemos que se enamoró de ella un joven del pueblo. Ella lo comentaría e sus años de vida religiosa y cómo se le fue obligando a tomar estado de matrimonio, incluso sufriendo “golpes, desprecios, humillaciones y amenazas”. Es extraña esta conducta de sus familiares y allegados, a no ser tomando en consideración la versión oral mantenida por el pueblo de que fue criada por una madrastra, que pasaría a ocupar el lugar de su madre probablemente difunta. Ella sobrellevó este trance con paciencia, humildad e incluso con alegría, pues nuestra paisana debió ser una joven alegre, pero con una alegría que irradiaba desde dentro, que no denegaría una mirada comprensiva a su enamorado, pero ella no quería amar otro esposo que a Cristo. Cuando cumplía 22 años, murió el joven que aún esperaba casarse con ella.
Entonces comienza una nueva fase de su vida dedicada abiertamente al ascetismo dentro de su misma casa. Interrumpía su corto sueño con vigilias de oración. Consiguió lo que para su época era un privilegio especial: poder recibir a diario la Sagrada Comunión. Estaba puesta en la senda de lo que Cristo le había prometido pero no veía modo y camino para ver realizada su vocación.
Fue el 3 de Noviembre de 1710 (nuestra protagonista tenía ya treinta años) cuando el obispo (que sería después cardenal) D. Luis Belluga y Moncada giraba la visita pastoral a Abarán. Se supone que le sería presentada Isabel, que abriría su alma al ilustre prelado, que ya desde entonces la admiró durante toda su vida. El obispo dirigió los pasos de Isabel hacia el Convento de capuchinas de Murcia, donde también profesó una sobrina suya y el Día de Reyes de 1711 se consagraba Isabel a Dios cambiando su nombre por el de Luisa en honor y recuerdo del eximio Cardenal Belluga, al que siempre le unió una santa amistad. Vivió cuarenta y siete años en la vida religiosa, desempeñando los cargos más diversos en su comunidad: ropera, enfermera, sacristana, llegando en 1743 a ser elegida abadesa del convento. Su vida extremadamente penitente y el paso de los años la llevarían a la enfermedad que le causó la muerte. El 4 de enero de 1759, a las tres de la mañana, entregaba su vida a Dios. Contaba 79 años de edad y hacía 47 años que había profesado en la vida religiosa. En su partida bautismal se había anotado: “su vida es ejemplar de religiosa”. Su fama de santidad ha perdurado hasta nuestros días.

Tras este segundo nombre propio, tenemos que saltar ya al siglo XX y en el año 1931, llegan a Abarán unas mujeres llenas de amor a Dios y afán de servicio a los más necesitados. Y llegan para ocupar un edificio recién construido a expensas de la gran figura del Abarán de este siglo, me refiero a Don Nicolás Gómez Tornero. Y estas mujeres, con su toca y su hábito y siempre de dos en dos van recorriendo las calles de nuestro pueblo y van dejando en ellas una estela de bondad y cariño. Abarán nunca valorará bastante lo que, en sus más de sesenta años de estancia en este pueblo, estas Hermanas Carmelitas, han sembrado en él. Se agolpan en la memoria de las últimas generaciones los nombres de tantas hermanas: Lucía, Teresita, María del Señor, Jacinta, Paz,... todas con las manos y el corazón llenos de amor a los más necesitados, a unos seres con los que no tenían lazos de sangre o de vecindad, pero en los que veían la figura de ese Cristo al que tan fielmente seguían. Mujeres que, siempre de dos en dos, empezaban a recorrer nuestras calles desde muy temprano para ir a misa primera y que dejaban a su paso el misterioso sonido que se desprendía de sus pasos y del movimiento de sus hábitos. El que les habla ha tenido la inmensa suerte de tener una infancia salpicada con las imagen, el sonido, la sonrisa y la palabra de tantas de estas monjas que por la puerta de mi casa iban o venían de ese Asilo en que sus vidas se encontraban ardiendo en una continua combustión de amor, en la que quedaron abrasados tantos hombres y mujeres a quienes el destino había condenado a ver la vida desde una orilla. Entre ellos, como símbolo y representación de todos los demás, merece la pena mencionar la figura de Pascual Zorra, a quien ellas le dieron una vida que la sociedad le había negado.
Pues, de las monjas emerge un nombre propio, el de la única mujer, cuya fotografía figura en la galería de personajes ilustres en nuestro Ayuntamiento: la hermana Victorina. No sabemos mucho sobre su vida, porque todos los testimonios que hemos intentado recoger sobre ella sólo nos han proporcionado un único dato: era una mujer y una monja ejemplar, cuya labor no sólo repercutió en aquellos ancianos solos y desamparados que encontraron en el Asilo pan, cama y consuelo, sino que, como la lluvia fina, caló en las entrañas de todo el pueblo y se ha convertido por ello en un personaje proverbial en el siglo XX abaranero. Se llamaba en realidad Petronila Carretero Rodriguez, pero adoptó como religiosa el nombre de Victorina. Por su procedencia, por su tierra y paisaje de origen, era bastante distinta y distante de nosotros, pues había nacido el 5 de Junio de 1611 en un pequeño pueblo de Zamora llamado Pajares de Lampreana. Sin embargo, a pesar de este origen castellano que configura, generalmente, un carácter seco y austero, la Hermana Victorina era una mujer cercana, accesible, sonriente, con una sonrisa “sincera y reconfortante” como la recuerda nuestra paisana Amalia y que dejó honda huella en todos los que la conocieron. Como aparece glosado en el Ayuntamiento, supo resolver con eficacia la marcha normal del Asilo en su primera y difícil fase. Y era el suyo un continuo deambular por las calles repartiendo el bien entre los menesterosos. Permaneció en nuestro pueblo desde la fundación del Asilo el uno de marzo de 1935 hasta agosto de 1951, fecha en que fue trasladada a Cieza, lo que fue para ella el momento más trágico de su vida y, junto a la enfermedad física, lo que le llevó a la muerte el 29 de Abril de 1963, siendo enterrada en nuestro pueblo, como fue su voluntad constituyendo su entierro una gran manifestación de duelo, porque había sabido llegar a todos, pequeños y grandes, envuelta en unos hábitos que escondían sus mejores armas: su humildad, sencillez y simpatía.

Una característica destaca sobremanera en todos los ejemplos de mujeres citadas hasta ahora, y es su acentuada fe en Dios y su práctica religiosa. Y estas son las características que adornaban también a otra mujer de nuestro siglo, que puede ser un buen prototipo de muchas de las virtudes de la mujer abaranera: Esperanza Templado de Pepe Juan. Mujer enérgica y decidida, de gran devoción a la Virgen, que inculcó en su hijo y que desempeñó un papel fundamental en el impulso de la Hermandad de las Siervas de María. Bajo su presidencia de esta Hermandad, salieron por primera vez en la procesión mujeres con teja y mantilla, pues hasta entonces iban todas vestidas de negro con velo de luto. Merece la pena dejar constancia de las cuatro primeras mujeres, entonces unas jovencitas, que se vistieron con esta nueva indumentaria: Elisa García de don José, Lidia Molina, Mercedes Caballero y María Fernández de la Mulata. Heredó muchas de las virtudes de su padre, el tío Pepe Juan, y algunas de sus piadosas actividades, como el ser la encargada del Reinado Social. Además participaba activamente en el coro, pues era solista en el mismo, haciendo a veces dúo con su hermano Enrique, padre de Juanita. Otro de sus rasgos que me han destacado todos los que la conocían era su servicialidad. No había necesidad o enfermedad en su familia a la que ella no acudiera presta. De ello podría dar fe también Don Juan Belmonte a quien tenía que socorrer constantemente, pidiendo lo que le faltaba, pues tenía siempre su casa desnuda.

En estas cuatro mujeres que hemos citado con nombre propio, hemos encontrado una nota común: su religiosidad sincera y ejemplarizante. Pues también encontramos esta característica en otra de las mujeres que, a mi juicio, merece esta noche una mención: doña Eulalia Gómez Buendía, mujer de una inteligencia y cultura no demasiado corrientes y que tiene de sobra merecido un hueco en esta remembranza por ser la primera universitaria de Abarán, hecho que en los años 20 y especialmente en nuestro pueblo, era una rarísima excepción. Dona Eulalia era hija de don Joaquín Gómez Garrido, médico titular del Ayuntamiento de Abarán, casado con Eulalia Buendía Melgarejo, y nieta del Médico Gómez, pues, aunque haya habido en nuestro pueblo muchos médicos con ese apellido, sólo a uno se le conoce así, a Don Joaquín Gómez Gómez, uno de los genios más grandes que ha dado Abarán en su historia, lo que le podría haber abierto las puertas de destinos importantes fuera de este pueblo, no obstante, lo abandonó todo por instalarse en su pueblo. Una crónica del periódico La Verdad Ciezana del 27 de Septiembre de 1922, después de referir muchos de sus méritos académicos, pues llegó a dominar el francés, el inglés, el latín y el griego, las Ciencias Naturales, la Aritmética, la Medicina, la Física, etc., dice de él:
Su amor al prójimo y su inmenso cariño a la tierra que lo viera nacer, fueron dos de sus virtudes más grandes. Por eso Don Joaquín Gómez no pudo formar fortuna que legar a sus hijos, porque para él todos los hombres eran sus hermanos, todos los enfermos sus familiares; y su pueblo, el amor de sus amores.
¡Ojalá se pudiera decir de todos nosotros esto que se dice del Médico Gómez: su pueblo, el amor de sus amores!. Con mucha justicia, el Ayuntamiento, le dedicó una de sus calles principales en 1912, aunque póstumamente, pues nuestro personaje había muerto el 5 de Octubre de 1890.
Si hemos traído a colación, aunque muy brevemente, la figura de don Joaquín Gómez, es porque su nieta doña Eulalia, aunque no pudo conocerlo, pues nace el 14 de Octubre de 1901, es decir, once años después de la muerte de aquel, hereda sin duda, la inteligencia y el afán por saber que caracterizaban a su abuelo. Ella era la mayor de ocho hermanos (entre los cuales sin duda doña Celia es la más conocida) que tenían su domicilio en la calle Moreras, en lo que hoy es el domicilio de su sobrino Roberto Gómez. Desde los primeros años en la escuela hasta que acaba la carrera de farmacia en la Universidad de Granada, fue alumna brillantísima. Ya en la escuela tiene Diploma de Honor; en los estudios de Bachillerato en Murcia durante los años 1914, 15 y 16 acaba los cursos con Matrícula de Honor, figurando en el Libro de Honor del Instituto, acabando la carrera, que cursa en la Universidad de Granada con el número uno de su promoción. No se conforma con eso sino que, ya con la carrera terminada y con la farmacia instalada, hace el Curso de Inspectora farmacéutica con Don Pedro Coma, dando siempre muestras de alumna aventajadísima, buena nieta, pues de su abuelo. Al igual que este tiene una gran facilidad para los idiomas, pues sabe latín griego, francés y hasta algo de alemán. Leía todos los libros de Medicina de su padre y de su abuelo. Sin embargo, a pesar de su aguda inteligencia y vasta cultura, nunca hace ostentación de nada, sino que es una mujer muy reservada, sencilla y que vive feliz con la compañía de sus libros y con la práctica constante de una religiosidad sincera y sentida. Una muestra de ello es que, durante la guerra civil, escuchaba la misa en su casa a través de la radio. Su establecimiento de farmacia, el segundo en Abarán, situado en su domicilio de la antigua calle Moreras, se abrió en 1923, o, al menos ese es el primer año en el que figura en el Padrón Industrial de nuestro Ayuntamiento. Después de una vida silenciosa y sin ostentaciones de ningún tipo, el 30 de Julio de 1968 muere y con ella, sin duda, una de las inteligencias más brillantes de este pueblo nuestro.

Y, si el ámbito de Universidad era muy extraño para la mujer allá por los años 20 en que cursó sus estudios doña Eulalia, en el terreno de la política lo era mucho más, pues hemos de esperar nada menos que hasta el 19 de Abril de 1979 para que se siente alguna mujer en los sillones municipales. Hay que esperar varios siglos desde aquellos primeros Concejos para que tenga entrada el sexo femenino en el ámbito de las decisiones municipales. Y creo que hablando esta noche de mujeres, justo es hacer mención de las dos primeras que ocupan el cargo de concejales en las primeras elecciones municipales de nuestra democracia: Trinidad Molina Martínez y Margarita García Templado. Son sólo dos mujeres entre quince hombres de un Ayuntamiento presidido por D. Antonio Morte Juliá, pero ya son una punta de lanza que, afortunadamente ha continuado y se ha ampliado en la actualidad, en que son ocho las ediles de nuestro Consistorio. Pero no sólo hemos tenido concejales sino que el 15 de Junio de 1991 se sienta en el primer sillón como alcaldesa María Modesta Morte Nicolás (a quien conocemos mejor por Marita), que permanece en el cargo hasta el 25 de Junio del año siguiente, convirtiéndose, por tanto, en la primera alcaldesa de Abarán a lo largo de su historia y es de esperar que no sea la última. Evidentemente, no sería justo en este apartado político dejar de mencionar a la abaranera que ha llegado a las cotas más altas, que llegó a ocupar el número dos de un Ministerio y que ha llevado siempre con ella el orgullo de ser de este pueblo. Mujer que ha sido capaz de unir en su corazón las aguas del Guadalquivir y del Segura, la belleza de la Giralda y de la Ermita, la devoción a la Macarena y a los Santos Médicos. Se trata de Amalia Gómez Gómez, con la que me honro en mantener una sincera y entrañable amistad, fundamentada, entre otras cosas, en la devoción a esos dos hermanos gemelos que, desde la Ermita, guían, vigilantes, los pasos de este pueblo que les rinde culto desde hace cuatro siglos.

Se habla bastante ahora de la incorporación de la mujer al mundo del trabajo. Pues esa no es precisamente una asignatura pendiente en nuestro pueblo, pues nuestras mujeres han tenido un papel decisivo en el desarrollo de Abarán. ¿Quiénes si no han sido las que han llevado a cabo la labor del manipulado de la fruta primero en conserva y después fresca?.

Pero vamos a destacar, en primer lugar, dos mujeres empresarias, en dos ramas diferentes, una en la conserva y otra en la industria de la madera. La primera, la Trinidad de la Pacha. Pertenecía a una familia muy numerosa, cosa bastante frecuente en aquella época, pues eran nada menos que cinco hermanas (Dolores, Simona, Petra, Crescencia y Trinidad), y tres hermanos (Hipólito, Laureano y José María). Vivía de soltera en la antigua calle Cánovas, en lo que hoy es la Caja de Ahorros del Mediterráneo, en una casa grandísima con un gran portón y que era muy visitada en la sociedad de entonces. Pues esta mujer, alta y no muy preocupada por el arreglo exterior, como la mayoría de nuestras paisanas de entonces, era la que prácticamente regentaba la fábrica de conservas que se conocía como la de la Pacha y que estaba en el Camino del Agua yendo para el Parque. Su marido viajaba muy frecuentemente, sobre todo a París y ella, con un carácter fuerte y dominante, llevaba las riendas, ayudada por su encargada, la Ulpiana, mujer también alta y algo “faratá” como gustamos de decir por aquí. La Trinidad llevaba siempre los billetes en el seno pues era ella quien lo pagaba todo; “estoy hinchá de tocar tanto billete” solía decir. Pero su aspecto no aparentaba lo que dentro escondía, hasta el punto de que en una ocasión fue a Murcia a la tienda de Medina y le pidió al dependiente hilo fino de sábana. Este, viendo su aspecto que no era precisamente de una mujer rica, le dijo que era muy caro. Ella le hizo ir bajando de las estanterías diez o doce modelos y, cuando ya vio a este lo suficientemente enfadado, le enseñó un fajo de billetes que llevaba en el seno y le dijo: “¡Ahora me voy a comprarlo a otro sitio!”. Así pagó la desconfianza del susodicho.
La segunda de estas mujeres empresarias es Amalia Castaño de Cachucha, que, a la muerte de su marido, alcanzó el protagonismo en la marcha de La Leva, llevando las riendas de todo este complejo industrial. Se queda viuda a los cuarenta años y sin dudarlo, se pone el delantal, bata y zapatillas y se pone a trabajar, sacrificándolo todo por los hijos. No se sentaba a comer hasta que no terminaban estos, hacía de comer lo que sus hijos querían y comía lo que a ellos les sobraba. Era, al igual que su marido, persona de palabra, a la que le gustaba como a su padre pagar al contado y con duros del “tío sentao” más que con billetes. Cogía los sábados su bolso y se bajaba a pagar a los obreros que guardan de ella un recuerdo imborrable, al igual que todos los que la trataron antes de su muerte ocurrida en 1964.

Y ahora, después de estos pocos nombres propios, hay que hablar de una legión de mujeres, anónimas en su mayoría, que han sido, aun sin saberlo, las protagonistas de la vida y el desarrollo de este pueblo. Maricas o Marujas, Isabelicas, Pilares, Trinis, Encarnicas, ... que han ido desfilando por la calle de nuestros recuerdos o que aún se encuentran entre nosotros. Mujeres que han sabido hacer de nuestra principal y casi única materia prima, la fruta, una joya valiosa que ha hecho conocer el nombre de Abarán más allá de la Garita.
Mujeres que pasaban corriendo por nuestras estrechas y empinadas calles al toque del pito de los Champanes o de Macanás o de las fábricas de Nicolás o de la Pacha, que por cierto, estos dos eran bastante parecidos. Mujeres que dejaron escapar por las chimeneas de aquellas fábricas de conserva tantos afanes e ilusiones juveniles que quedaron para siempre sepultados en una época en que la necesidad de subsistir no dejaba hueco para otras cosas.

Pero acaba la conserva y es el manipulado de fruta en fresco la actividad económica que se impone y generaliza. Tan sólo dos excepciones ya por los años 50, las únicas industrias no relacionadas con la agricultura: una, la fábrica de Benito, situada primero en la Era, cerca del Carche, después en la acera de enfrente y, por último, junto al Mesón del Moro. Como cabeza, la figura de Benito. Se comenzó haciendo tapones para ir extendiendo poco a poco su campo de acción con colaores, calderos, etc. Y la segunda, el Laboratorio Hortel, fruto de la iniciativa de ese gran hombre que es Don Pedro García y que tanto contribuyó, con su Hortepulmo o Balsapeni o tantos otros productos a difundir el nombre de este pueblo y a diversificar el trabajo femenino.

Pero aquellas mujeres, con su trabajo todo el año, tenían una situación muy diferente a las de las de nuestros almacenes. Estas, que eran legión, se iban desparramando por las diferentes empresas, cuya plantilla era casi siempre la misma y, a pesar de las diferentes marcas, tenían algo en común: su laboriosidad y su alegría juvenil. El trabajo era duro: bastantes horas de almacén forrando, estriando o empaquetando. Estas últimas eran las más veteranas porque su trabajo era una obra de arte. El saber hacer las caras de los columpios, ceretos o platos era ya para ellas algo casi automático. Tenían que dominar, aunque de forma inconsciente las matemáticas y la geometría para dejar toda la cara apretada y con la fruta justa. No siempre era fácil, pues en ocasiones algún albaricoque o ciruela parecía que no iba a caber. La empaquetadora estrechaba y apretaba, pero no podía ser. En cierta ocasión, estando una en esa situación, le dijo un hombre muy irónico. “si quieres te dejo un cuchillo para que le quites un trozo”.

Yo he tenido la suerte de conocer de cerca este mundo y tengo muy presente las imágenes de estas mujeres en plena faena. En aquella almacén de mi familia se juntaban mujeres de tres generaciones y de dos pueblos: Abarán y Ricote. Reconozco que siempre me admiró la labor de las empaquetadoras: La Carmela de la Romera, a la que nunca oí hablar ni una palabra; la Marica de la Diosa, la Pilar del Cruz, la Pilar de Gaona y tantas otras que me gusta nombrar con ese “la” delante a pesar de ser profesor de Lengua y tener que dar ejemplo de bien hablar. Y, por encima de ellas, la encargada que, en realidad, mandaba más que el jefe: la Isabel de la Vicenta, una mujer solterona, al igual que sus dos hermanos, para la que el almacén era la razón de su vida. Era mujer de genio y de carácter con todos menos conmigo, pues me daba toda clase de caprichos y me hacía decir que la quería más que a mi madre. Si le preguntabas, siempre decía que había comido arroz y pollo y la verdad es que muchos días no comía más que pan y tomate; decía que el Señor la perdonaba por ir al cine, por supuesto al Guerrero, en lugar de ir a Misa, pues sólo entraba a la iglesia el Viernes Santo para ver el Desenclavamiento. Allí terminaban sus deberes religiosos. Si la cito a ella, es porque era un prototipo de esas mujeres que no habían hecho en la vida otra cosa más que trabajar.

Y trabajar no sólo aquí sino también en el Norte, en ese Norte que no es un punto cardinal, sino que suponía la salida del pueblo con un pesado colchón de borra a la cabeza y una maleta o capaza con lo más preciso, un hato o, como máximo, dos de ropa interior y poco más. El Norte era la provincia de Logroño, o Zaragoza, o Palencia, o Almería o Aranjuez o Chipiona, donde algunas llegaron a conocer a una niña que luego ha sido una gran estrella. “El Norte era lo peor, era matapersonas” me confesaba la María del Peloto, mujer acostumbrada a hacer duros trabajos pero que no eran nada comparado con estas faenas. Al Norte se salía generalmente en un tren chicharra y se hacía trasbordo en Madrid, si era preciso según el destino. El alojamiento era casi siempre el mismo almacén donde se trabajaba. Allí, separados por unas balas de viruta, se encontraban los colchones de los hombres y de las mujeres. El trabajo era agotador. Antes de la salida del sol ya se empezaba la faena, se hacía un pequeño descanso para comer y otra vez al tajo. Y, después de cenar, otra vez a velar. Así que los cuerpos no aguantaban y ya después de dos o tres días, “iban cayendo como moscas” como me decía la Isabel de Trabuco y las más fuertes apechugaban con el trabajo. Estaban forrando o estriando y dando cabezás porque el sueño y el cansancio las rendía. Cuando llegaba la hora de comer, se hacía en la fuente para todos. La comida más frecuente era el arroz y alubias; cuando había cocido era una fiesta. ¡Cómo se echaban de menos las pelotas de Abarán!. Las condiciones higiénicas no eran, desde luego, las ideales. Se lavaban o peinaban en algún río o estanque cercano y lo demás lo hacían donde podían. Incluso a veces, las ratas y ratones no las dejaban descansar. Me contaron que una vez en Logroño, cuántos ratones no habría en el almacén que se cambiaron a dormir a una casa cercana y se los llevaron en los colchones. A veces, en el Norte, nuestra forma de hablar nos causaba algún que otro problema, como a aquella paisana que una noche estaba llamando a su hija para que la acompañara al pueblo cercano y gritaba. “¡Marica, Marica!”. De pronto salió de un huerto cercano un hombre todo enfurecido, pensando que se estaba refiriendo a él y se quería bajar los pantalones para demostrarle que era muy hombre y no tenía nada de marica. Ginés de Gamboa tuvo que intervenir para calmar aquel escándalo.

Nuestras paisanas volvían del Norte a nuestro pueblo como quien viene de una guerra y se estrechaban en un fuerte abrazo con los suyos. Atrás habían dejado aquellas faenas de ciruelas, manzanas, albaricoques, uva con Sixto Morte, Valentín Molina, Ramper, Ginés de Gamboa o tantas otras firmas de nuestro pueblo.

El almacén, aquí o allí, era lugar de trabajo, pero también de convivencia. Eran muchas horas y no había más remedio que procurar pasarlo lo mejor posible y para ello la música era una buena aliada. Si en nuestro pueblo, el cantar es algo bastante connatural, en el trabajo se apreciaba de una manera especial. En el Programa de Festejos del año 1956, Don Carmelo Gómez Templado dice lo siguiente:
Hay algo en el ambiente de Abarán que inclina hacia la música los oídos de sus habitantes.
Así ocurre en las labores de almacenes de frutas y ácidos y fábricas de conservas que tanto abundan en Abarán.
Tal vez uno de los recuerdos de la infancia más grabados en mi imaginación sean aquellos cantos oídos a grandes coros femeninos en los almacenes de naranjas. Cuántas veces, sentado en un portal de la calle San Damián, he oído a las que trabajaban en la “comisión de la Trinidad de la Pacha” aquellos aires antiguos cantados a dúo y con muchísima afinación, mientras envolvían en papel de seda el fruto de nuestra huerta.

Y es verdad. En aquellos años cuarenta o cincuenta, cada almacén era un pequeño orfeón, donde se cantaban especialmente habaneras, una música muy ligada a nuestro pueblo. Pero junto a ellas, también músicas y letras que habían nacido aquí y que merece la pena conservar en el recuerdo de los más jóvenes.
En una de estas canciones, se daban consejos sobre cómo debía ser la relación entre hombres y mujeres dentro del almacén:
Si vas al almacén,
Lleva la precaución
Y a los hombres de allí
No darle conversación

A los hombres hay que darles
Conversación y palique
Y en llegando al toque toque,
Que se toquen las narices.

A los hombres hay que darle
El codo pero no todo
Que son como las gallinas
Que lo cacarean todo.

Y hay otra canción que recoge, de forma muy gráfica, las excelencias de nuestro pueblo:
A la entrada de Abarán
Lo primero que se ve
La almacén de Macanás
Y la casa del Chiqué
Más abajo está el Cervantes
Que es un gran Teatro
Con mucho valor,
Tiene un lujazo tremendo
Y en el techo una araña
Que vale un millón

Viva Abarán, bonita población.
Viva Abaran con su Calle Mayor
Viva Abarán y las chicas abaraneras
por donde quiera que vayan
les llaman las naranjeras


Detrás de estas músicas hay escondidas tantas vivencias que darían para escribir libros y libros llenos amores y desamores, de afanes y frustraciones, de proyectos de futuro segados por la necesidad, de afanes de aprender interrumpidos por el hambre, de cuerpos derrengados por el peso del columpio, de miradas sugerentes que quedaron en nada, y de tantas horas, días y años de esfuerzos y de renuncias que, en muchas ocasiones, no han tenido la recompensa social merecida. Pero, a pesar de todo, entonces, se era joven y la juventud todo lo puede.

Habría que hablar aún de muchas cosas en relación con las mujeres de Abarán. De aquellas que se dedicaban a lavar o a fregar para la gente de las Lilas, las Peponas, la Victoria de Monja, la Carmen de la Pialla,…. Que se iban muy de mañana, con la caldereta en la cabeza, a Bolvax o a la Fuente Benito. Se iban para todo el día, llevándose pan y un poco de bacalao y volvían casi de noche con la ropa “más blanca que la nacar” como aquí decimos.

O de aquellas mozas que, abandonando su familia, pasaban a servir desde pequeñas en otra casa, en la que iban criando y cuidando a veces a tres generaciones: la Adela de la Coneja o la Marica de Belmontes, o la Claudia de la Manca, o la Encarna de la Viñera…

O de aquellas otras gracias a las cuales muchos hemos visto la primera luz, aquellas, que, sin ningún estudio universitario, conocían cómo ayudar a la madre a parir al fruto de sus entrañas: la Rosalía, Córdula, Pura….

O aquellas, que con un magistral dominio de sus dedos y sus manos, tejían, cosían o bordaban con verdadera maestría y arte: Lola la bordadora, Maria de Tatines, Elena del Lechúo, Elisica del Rojo, Trini del Chiqueto, Pilarica de Carlaque, Clotilde del Altico…

O aquellas otras que manejaban también con arte sus manos, surcadas de esfuerzo y sudor, pero teniendo como materia prima el esparto: Felisa de Trinitario, Trinidad de la Bola, Nenica del Alto…

O aquellas otras que, sin tener estudios de historia, son capaces hoy de montarte bellísimas muestras etnográficas, auténticos museos vivos, recreando ambientes de un pasado entrañable: Pilarín de Soler, Encarnica de la Foria, Pilarín de Villalba y Trini del Caliente.

Después de este recorrido, la única realidad que puede quedar tras esta charla es la constatación de que aquí el denominador común de la mujer ha sido el trabajo, con muy pocos lujos, ni siquiera en el vestir. Si acaso una chambra (especie de blusa), una falda larga y unos botines hasta media pierna con botones redondos abotonados con una horquilla del moño. Y dos momentos en el año para estrenar: la Semana Santa y la feria. Sin olvidar los sempiternos lutos, que duraban años o toda una vida y que sólo permitían asomarse a la calle por la puerta entornada. Para ver señoritas con teja y mantón de manila había que esperar a que vinieran de Cieza las hijas de Don Hipólito de la Pacha y sus amigas que venían en galeras y que salían de la casa de la Pacha antes citada y llenaban las aceras de la calle Cánovas de espectadoras para las que eso era algo casi de película. Muy pocas paisanas nuestras se vestían así para los toros.

Todo era sencillez, pues si hablamos de vacaciones, ¡cuántas de nuestras abuelas y bisabuelas murieron sin haber visto el mar!. Si acaso, algunas iban a Alicante a darse los nueve baños a una casa de huéspedes con derecho a cocina. Como fue la mujer del tío Miralles un año, encontrándose allí con Margarita y su familia. Un día le llega un telegrama que decía textualmente: “Tu madre muerta. Ponte en camino”. Al leerlo, la Miralla, se pone a gritar, le da un paparajote (como aquí decimos), tienen que darle tila, le buscan un coche y desolada vuelve para Abarán al entierro de su madre. A los pocos días, la abuela de Margarita, ya de vuelta de Alicante, va a la ferretería de Miralles a dar el pésame y se encuentra a la Miralla despachando como si tal cosa y, desde luego, sin indumentaria de luto. Ella se sorprende y el tío Miralles le dice: “Si no le pongo el telegrama, se queda allí todo el verano”.

Y ahora podría hablar de mujeres anónimas pero no para mí, pues tuve un trato más directo por vecindad o parentesco: de mi abuela Jarras que, aunque murió cuando yo tenía tres o cuatro años, creo que ha sido una de las personas de las que más cosas he heredado y que se ensanchaba aún más de lo que era cuando yo le hacía aquellas misas con galleta y con huevera; de mi vecina Pilar de Alubias, mujer con una gracia natural inigualable y que se empeñaba en darle pescado al Gorra su marido; este no lo quería y ella le recordaba cómo en Villanueva y Geltrú, donde vivía su hija, sí se lo comía con gana, a lo que él replicaba. “Es que aquel es de la mar”, y ella, casi fuera de sí, exclamaba. “¿es que este es de la reguera?”. De la Pequeña del Guardia, siempre asomada a su balcón, enfrente de mi casa, para ver quién entraba o salía cuando oía alguna de nuestras puertas cancelas; sin embargo, no era muy amiga de desvelar sus cosas y siempre tenía en la boca “el mandao”; ella ha sido la protagonista quizás de uno de los “mandaos “más famosos de Abarán, que yo me he encargado de popularizar y que tantas veces hemos referido y cuyo inicio fue en las cuatro esquinas en un encuentro casual con la Sisa. Cada una pregunta, como es tan normal en nosotros, dónde va la otra y las dos se responden lo mismo : “a un mandao” y cada una toma una ruta, hasta que, cuando entra la Pequeña al gallinero del Cervantes, en una noche de aquellas de varietés, se queda perpleja al oír una voz desde la última escalera: “¡Pequeña, vaya un mandao que ibas, vaya un mandao!”. Y es que “mandao y mujer han ido siempre muy unidos.

Todas estas pequeñas anécdotas, todas estas vivencias y trabajos de tantas mujeres sencillas son cosas que nos configuran como pueblo, una de las mejores cosas a que una comunidad puede aspirar. Nosotros aún podemos proclamar que vivimos en un pueblo, que gozamos con nuestras cosas, que nos enorgullecemos de nuestras raíces, que nos conocemos todos y, aunque esto es cada vez más difícil, que nos unimos todos en la empresa de mejorar este rincón del valle que, el día que deje de ser pueblo, perderá su sabor y su encanto.

Pero ya es el momento de finalizar y me vais a permitir, queridos y agradecidos oyentes, que termine también con versos, pues la poesía va íntimamente ligada a la mujer.
Mujer y poesía van indisolublemente unidas, son como dos caras de una misma moneda y ni la poesía tendría sentido sin la existencia de la mujer ni la mujer encontraría su plenitud y razón de ser sin la poesía.

Así lo entiende Gustavo Adolfo Bécquer y en sus Rimas canta las excelencias del amor que nos inspira una mujer. Una de ellas, sin duda de las más conocidas, acaba con un verso realmente expresivo, afirmando:
Poesía...eres tú.

Pero, si bonita es esta Rima, más lo es una carta en la que el poeta sevillano explica el porqué de ella, la causa de esa afirmación tan sugerente. Se incluye dentro de las “Cartas literarias a una mujer”, obra en prosa de Bécquer muy poco conocida, pero maravillosa para los amantes del bien escribir. Pues en una de estas cartas, comentando ese precioso verso afirma:
La poesía eres tú, te he dicho, porque la poesía es el sentimiento y el sentimiento es la mujer
Es evidente que Bécquer idolatraba a la mujer y no es que la sitúe en el origen de la poesía; es mucho más, es que mujer y poesía son una sola cosa. Y para corroborarlo acaba la carta con esta afirmación:
Yo creo y conmigo lo creen todos, que las mujeres son la poesía del mundo.

Pues, siguiendo este pensamiento becqueriano, ahí van como colofón unos sencillos versos, que no son de ningún poeta famoso, sino de este que os habla que no tiene nada de poeta, aunque sí mucho de lector de poesía, versos con los que he intentado retratar la realidad de unas mujeres que han sido y son cimiento y pilar de nuestro pueblo:
Mujeres con estirpe y gallardía
Esparcidas en fértil sementera.

Mujeres de coraje y reciedumbre
Con sabor a cosecha siempre nueva.

Mujeres de balcones floreados
Y la puerta y el alma siempre abiertas.

Mujeres reflejadas en el río
En colada de cazos y de arena.

Mujeres por el sol endurecidas
Y con toque sutil de luna llena.

Mujeres sin escudos ni blasones
Cuyo duro trabajo es su nobleza.

Mujeres que empaquetan con primor
O que tratan la pulpa en la conserva,
Que fabrican tapones con Benito
O repasan testeros en La Leva.

Mujeres en el tren hacia algún Norte
Con su colchón de borra y su maleta.

Mujeres con botija en cada mano
Y con cántaro y ruilla a la cabeza.

Mujeres de promesa en procesión,
De rosario en familia y de novena.

Mujeres paseando por la Ermita
En precoces atisbos de pareja.

Mujeres de mirada penetrante,
caricia sugerente y siempre tierna.

Mujeres que han hundido sus raíces
En los surcos profundos de la vega.

Mujeres que destilan por sus poros
El orgullo de ser abaraneras.

Así son las mujeres de este pueblo;
Así son las mujeres de mi tierra.

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