PRESENTACIÓN CARTEL DE SEMANA SANTA 2009
Teatro Cervantes -
Hay encargos a los que uno no puede decir que no, hay peticiones a los que uno no tiene fuerzas para negarse. Y esta de presentar el cartel de Semana Santa de este año es una de ellas. Porque, aunque a mí me cuesta trabajo siempre decir que no, mucho más cuando la petición viene de una persona tan entrañable y apreciada por mí, y creo que por todos los que lo conocieron, como el Maestro Peñaleja, recientemente fallecido.
Obligado es, cuando se trata de presentar el cartel con la Hermandad del Descendimiento como protagonista, tener un recuerdo para él, que tanto hizo por su nacimiento y mantenimiento y que la convirtió en una de las pasiones de su vida. Él sintió, como algo propio, las alegrías y los sinsabores de esta Hermandad, las satisfacciones y las muchas preocupaciones y problemas que ha encontrado en el devenir del tiempo. Seguramente, si no hubiera sido por ese ímpetu que él ponía en las cosas, especialmente cuando se trataba de algo relacionado con la Iglesia, en una de esas crisis por las que la Hermandad ha atravesado, hubiera desaparecido de nuestros desfiles.
Y es que Antoñín de Peñaleja vivía estas cosas con más intensidad y fuerza que su propio trabajo; es que, cuando se trataba de alguna tarea de iglesia, lo abandonaba todo para realizarla; es que, cuando Don Juan Sáez o cualquiera de los párrocos que lo sucedieron, lo necesitaban, él no dudaba en acudir sin importarle dejarlo todo. Y, aunque la construcción de la Ermita de los Santos Médicos fue su obra más notable, él está detrás de todas las reformas realizadas en la Parroquia de San Pablo en los últimos cincuenta años. Fue ejemplo no sólo de disponibilidad, sino de generosidad, pues, pudiendo seguramente haber hecho una cierta fortuna, vivió y murió con lo justo. Sirva esta breve semblanza de reconocimiento a un hombre que, en su vida, tanto contribuyó a construir este pueblo, en el sentido más estricto del término y que ahora, en palabras de Pedro Morente, se ha convertido ya en “albañil del cielo”.
Él fue uno de los puntales de esta Hermandad cuya imagen se presenta hoy anunciando nuestra Semana Santa. Pero si él representó la dimensión social que tiene toda hermandad, ligada en este caso al gremio de los albañiles, hay otros cimientos igualmente básicos y que fueron encarnados por hombres de una gran talla: el primero de ellos, el que representó la dimensión económica, el que generosamente hizo posible su nacimiento, el entonces alcalde Don José Ruiz Gómez, cuya figura y alcance en la historia de este pueblo, habrá que estudiar un día con objetividad y desapasionamento. Junto a él, la dimensión espiritual, que es o debe ser el fundamento de toda hermandad, la representó nada menos que Don Juan Sáez de cuya importante labor en Abarán no hace falta hablar, pues está en la mente y en el corazón de todos los que lo conocimos. Y falta la dimensión artística, y está encarnada en un escultor muy ligado y encariñado con este pueblo, el valenciano Efraín Gómez Montón, que puso en esta obra no sólo su arte, sino una gran ilusión por conseguir un conjunto de gran valor artístico y que en ese año 1963 causó, por su envergadura y belleza, una gran sensación en este pueblo. Cuando una obra, una hermandad, se fundamenta en cuatro pilares de esa valía, es difícil que sea abatida a pesar de los problemas o incertidumbres que le haya deparado su devenir.
Y en ese devenir ha llegado el dia de hoy, en el que se presenta el cartel que anunciará nuestra Semana Santa con el motivo del Descendimiento. Un cartel que va a difundir y a hacer que suene el nombre de Abarán, y eso siempre es importante. Un cartel que encierra algo más que una intención propagandística, que va más allá de una finalidad turística, porque expresa algo mucho más profundo, expresa dolor, sufrimiento, pero también ternura y compasión.
Su pintor, nuestro casi paisano, Luis Molina, del que todas nuestras iglesias guardan bellos testimonios de su labor, ha puesto en él algo más que técnica y arte, ha puesto corazón e ilusión. Y el resultado no podìa ser otro que un cartel que destila espiritualidad y que acerca al que lo contempla al Monte Calvario y lo transporta al pie de la cruz y lo invita a colaborar en bajar el cuerpo muerto de un Cristo llevado al extremo de la humillación.
El protagonismo del cuadro está compartido por un Cristo muerto que está siendo bajado del suplicio, y una Madre dolorida que ha contemplado la escena de un sacrificio tan cruento como injusto. El pintor se ha permitido la libertad de no ser totalmente fiel a la escultura original y dar un giro a la Virgen para que los que estamos frente a él contemplemos un dolor que no puede disimular. Su mirada que aparentemente se pierde en el vacío va dirigida a cada uno de nosotros, los que la observamos. Imagen de piedad y sentimiento, que, revestida con tonos suaves, consigue ya en el que contempla el cuadro un primer sentimiento de compasión. El protagonista central, Cristo, cuyo cuerpo, ya exánime, es descendido piadosamente por tres hombres, de los que el pintor ha querido dar protagonismo a dos de ellos, José de Arimatea, arriba, con los ojos entornados de dolor, cuya expresión de bondad viene a confirmar la definición que de él hace el evangelista San Lucas, “hombre bueno y justo, que esperaba el reino de Dios”. Sus ojos miran al Mesías y su fuerza es determinante para bajar el cuerpo de Cristo. Más protagonismo alcanza en el cartel la figura de San Juan, cuya juventud contrasta con la ancianidad del de Arimatea. La mirada del evangelista se dirige fijamente al rostro muerto del Maestro como esperando que este abra los ojos milagrosamente y se opere el prodigio de la resurrección antes de los tres días profetizados. Los colores de su ropa son los que más destacan del conjunto y son símbolo de su juventud. El es quien más directamente sostiene y roza el cuerpo del Maestro, el más próximo; por algo se le llamaba “el discípulo amado”. Y hay un cuarto personaje, del que en el cuadro solo aparece una mano, que es la que aporta la fuerza para llevar a cabo la delicada operación. Se trata de Nicodemo, un personaje que queda casi en la oscuridad pero cuya aportación a la piadosa empresa es imprescindible. Toda la escena es enmarcada por el pintor en un fondo que evoca tinieblas, oscuridad y tristeza.
Luis Molina ha sabido recrear la obra de Efraín Gómez con ese estilo personal que observamos en todas las obras suyas que adornan nuestros templos y en las que tanto cariño y arte ha puesto.
Hay que tener en cuenta, además, que este momento de la Pasión de Cristo, el Desenclavamiento, ha sido siempre muy revivido en este pueblo y, aunque hoy sólo se recrea en el Santuario de la Virgen del Oro, antaño se escenificaba con sus personajes evangélicos, cada Viernes Santo por la tarde en una iglesia de San Pablo repleta de fieles. Hoy también nos queda la tonadilla cuyo eco resuena en la Procesión de los Penitentes en la madrugada triste del Viernes Santo, con la luna llena como fiel testigo, en la penúltima estación del Vía Crucis:
Aquí a Cristo desclavaron
y en los brazos de su Madre,
la viva hechura del Padre,
a la Virgen entregaron
Esta es mi visión del cartel que este año anunciará nuestra Semana Santa. Con él se rinde homenaje a tanta gente entrañable que ha pasado por esta Hermandad desde sus inicios; con él se anima a todos los que hoy siguen llevando sobre sus hombros la responsabilidad de que su historia no se interrumpa; con él, sobre todo, se hace arte el dolor y la muerte de un hombre y dios al mismo tiempo, que es el origen y raíz de unas celebraciones que nos hacen meditar y vibrar cada año en este escondido rincón de un sugerente y mágico Valle.
miércoles, 12 de agosto de 2009
LAS NOCHES MAS LARGAS
LAS NOCHES MAS LARGAS
Artículo publicado en el Programa de Semana Santa 2009
Hay en la vida de los pueblos, como en la de las personas, dias y noches especialmente intensos que se viven con una fuerza especial, que se disfrutan con fruición, que se sorben gota a gota.
En nuestro pueblo hay dos noches que se estiran hasta el amanecer y que hacen que las vivamos saboreándolas como un dulce sabroso que no queremos que se nos acabe. Y son la noche del 6 al 7 de enero y la noche del Jueves al Viernes Santo.
Son noches largas, muy largas, cuyas horas parece que tienen mucho más de sesenta minutos y los minutos más de sesenta segundos. Son noches en las que Abarán se reafirma en su identidad, en las que nuestras raices resurgen con fuerza y nos atan a las generaciones que nos han precedido.
Pero es evidente que son muy diferentes en casi todo. Sólo tienen algo en común y es la vivencia intensa por parte del pueblo y la llegada de un amanecer que no se puede evitar.
Salvo eso, todo es diferente. Hay un espíritu muy diferente entre ambas, espíritu que viene ya determinado por la razón de ser de cada una de esas noches. La imagen de un Niño recién nacido frente a la de un hombre crucificado es lo que marca el tono tan diferente y la vivencia tan distinta. Alegría frente a dolor; sonido jovial de villancicos frente al ruido sordo de un tambor; luces de colores iluminando las calles frente a la luz temblorosa de las velas, el tintineo alegre de las campanillas de los animeros frente al eco apagado de las pisadas de los fieles acompañando al crucificado o a la melodía sentida de unas estaciones cantadas en la madrugada que recrean la Pasion y muerte de Cristo.
Ambiente, espíritu, sonidos, luz, color…se oponen aunque de una a otra noche han pasado solo unas semanas. Pero son las dos caras de la vida, las dos vertientes de la existencia del hombre en la tierra.
En estas fechas cabe hablar, sin duda, de la noche que tiene a la luna llena por testigo, de la noche en que se pone a prueba la fe de un pueblo, de la noche en que un sentimiento de dolor llena las calles.
En esta noche hay algunos momentos especialmente intensos y algunos detalles muy reveladores.
Son las doce en punto de la noche. Se han apagado las luces y el atrio se encuentra ya repleto de mujeres de negro que han ido llegando poco a poco, y presidido por un trono en el que se destaca un Cristo que impone e impresiona. El silencio se extiende bajo la cómplice luz de la luna llena. Queda mucha noche, la procesión del Silencio empieza su andadura por las calles estrechas y oscuras de un pueblo que en esta noche más que en ninguna otra grita en silencio su espiritualidad y proclama su sentido cristiano en medio de una silente oscuridad.
Se oyen solo los toques de un tambor y, como dice el título de una bella canción de Simon & Garfunkel, “los sonidos del silencio”. Un silencio más expresivo quizás que muchas palabras. Un silencio que llama a la meditación, a adentrarse en uno mismo, a examinarse por dentro y a sentir la cercanía de la trascendencia, todo ello movido por la contemplación de un Cristo dolorido en la cruz, en una bella imagen de José Planes.
Sigue la noche, los minutos se alargan, las horas se estiran. La luna sigue expectante. Y acaba la procesión. Los últimos instantes están también cargados de emoción, las mujeres se van alineando a ambos lados del atrio. Son aproximadamente las dos y media de la larga madrugada. Por fin, con gran esfuerzo por parte de los anderos, el trono va subiendo la cuesta del atrio y el ruido de las maderas del trono es lo único que se oye mezclado con el eco ronco del tambor. La gente se va dispersando, el cansancio se puede apreciar en tantos rostros que han acompañando a este Cristo que nos grita en medio del silencio.
El reloj de la iglesia da las cuatro. Puntual sale de la sacristía un estandarte rodeado de dos faroles. Y comienza otra procesion, la más antigua, la que nos une con las generaciones de hace cuatro siglos, la Procesión de los Penitentes. Ahora el silencio sólo es interrumpido por el rezo constante de unas gentes que año tras año se reunen para dar continuidad a esta antigua tradición, para hacer penitencia y para recordar a los que ya nos dejaron y están enterrados en los antiguos cementerios. Pasos y rezos, rezos y pasos, y de vez en cuando, el sonido rasgado y entrañable de las estaciones del Via Crucis, esas catorce estrofas que son el mejor resumen de todo lo vivido en la Semana Santa.
Un poco antes de las cinco y media, ya todo ha terminado. La gente se va dispersando. Dentro, en la iglesia, frente al monumento siempre quedan personas que acompañan, que velan, que sienten, que rezan.
Y amanece enseguida. La noche más larga llega a su fin. Y amanece otro Viernes Santo siempre nuevo y siempre repetido despues de casi dos mil años. Y empiezan a sonar tambores y cornetas. Y el silencio se rompe hasta el próximo año.
Ya todas las noches serán iguales hasta el próximo seis de enero en que otra vez las horas y los minutos se alargarán y todo un pueblo vivirá con intensidad la alegría de un Niño y después la pasión y muerte de un crucificado. Alegría y pena, jolgorio y oración, disfrute y sacrificio. Vida, al fin y al cabo.
JOSE S. CARRASCO MOLINA
Artículo publicado en el Programa de Semana Santa 2009
Hay en la vida de los pueblos, como en la de las personas, dias y noches especialmente intensos que se viven con una fuerza especial, que se disfrutan con fruición, que se sorben gota a gota.
En nuestro pueblo hay dos noches que se estiran hasta el amanecer y que hacen que las vivamos saboreándolas como un dulce sabroso que no queremos que se nos acabe. Y son la noche del 6 al 7 de enero y la noche del Jueves al Viernes Santo.
Son noches largas, muy largas, cuyas horas parece que tienen mucho más de sesenta minutos y los minutos más de sesenta segundos. Son noches en las que Abarán se reafirma en su identidad, en las que nuestras raices resurgen con fuerza y nos atan a las generaciones que nos han precedido.
Pero es evidente que son muy diferentes en casi todo. Sólo tienen algo en común y es la vivencia intensa por parte del pueblo y la llegada de un amanecer que no se puede evitar.
Salvo eso, todo es diferente. Hay un espíritu muy diferente entre ambas, espíritu que viene ya determinado por la razón de ser de cada una de esas noches. La imagen de un Niño recién nacido frente a la de un hombre crucificado es lo que marca el tono tan diferente y la vivencia tan distinta. Alegría frente a dolor; sonido jovial de villancicos frente al ruido sordo de un tambor; luces de colores iluminando las calles frente a la luz temblorosa de las velas, el tintineo alegre de las campanillas de los animeros frente al eco apagado de las pisadas de los fieles acompañando al crucificado o a la melodía sentida de unas estaciones cantadas en la madrugada que recrean la Pasion y muerte de Cristo.
Ambiente, espíritu, sonidos, luz, color…se oponen aunque de una a otra noche han pasado solo unas semanas. Pero son las dos caras de la vida, las dos vertientes de la existencia del hombre en la tierra.
En estas fechas cabe hablar, sin duda, de la noche que tiene a la luna llena por testigo, de la noche en que se pone a prueba la fe de un pueblo, de la noche en que un sentimiento de dolor llena las calles.
En esta noche hay algunos momentos especialmente intensos y algunos detalles muy reveladores.
Son las doce en punto de la noche. Se han apagado las luces y el atrio se encuentra ya repleto de mujeres de negro que han ido llegando poco a poco, y presidido por un trono en el que se destaca un Cristo que impone e impresiona. El silencio se extiende bajo la cómplice luz de la luna llena. Queda mucha noche, la procesión del Silencio empieza su andadura por las calles estrechas y oscuras de un pueblo que en esta noche más que en ninguna otra grita en silencio su espiritualidad y proclama su sentido cristiano en medio de una silente oscuridad.
Se oyen solo los toques de un tambor y, como dice el título de una bella canción de Simon & Garfunkel, “los sonidos del silencio”. Un silencio más expresivo quizás que muchas palabras. Un silencio que llama a la meditación, a adentrarse en uno mismo, a examinarse por dentro y a sentir la cercanía de la trascendencia, todo ello movido por la contemplación de un Cristo dolorido en la cruz, en una bella imagen de José Planes.
Sigue la noche, los minutos se alargan, las horas se estiran. La luna sigue expectante. Y acaba la procesión. Los últimos instantes están también cargados de emoción, las mujeres se van alineando a ambos lados del atrio. Son aproximadamente las dos y media de la larga madrugada. Por fin, con gran esfuerzo por parte de los anderos, el trono va subiendo la cuesta del atrio y el ruido de las maderas del trono es lo único que se oye mezclado con el eco ronco del tambor. La gente se va dispersando, el cansancio se puede apreciar en tantos rostros que han acompañando a este Cristo que nos grita en medio del silencio.
El reloj de la iglesia da las cuatro. Puntual sale de la sacristía un estandarte rodeado de dos faroles. Y comienza otra procesion, la más antigua, la que nos une con las generaciones de hace cuatro siglos, la Procesión de los Penitentes. Ahora el silencio sólo es interrumpido por el rezo constante de unas gentes que año tras año se reunen para dar continuidad a esta antigua tradición, para hacer penitencia y para recordar a los que ya nos dejaron y están enterrados en los antiguos cementerios. Pasos y rezos, rezos y pasos, y de vez en cuando, el sonido rasgado y entrañable de las estaciones del Via Crucis, esas catorce estrofas que son el mejor resumen de todo lo vivido en la Semana Santa.
Un poco antes de las cinco y media, ya todo ha terminado. La gente se va dispersando. Dentro, en la iglesia, frente al monumento siempre quedan personas que acompañan, que velan, que sienten, que rezan.
Y amanece enseguida. La noche más larga llega a su fin. Y amanece otro Viernes Santo siempre nuevo y siempre repetido despues de casi dos mil años. Y empiezan a sonar tambores y cornetas. Y el silencio se rompe hasta el próximo año.
Ya todas las noches serán iguales hasta el próximo seis de enero en que otra vez las horas y los minutos se alargarán y todo un pueblo vivirá con intensidad la alegría de un Niño y después la pasión y muerte de un crucificado. Alegría y pena, jolgorio y oración, disfrute y sacrificio. Vida, al fin y al cabo.
JOSE S. CARRASCO MOLINA
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