(Publicado en LA VERDAD el 31 de julio de 2008)
Hay experiencias que es conveniente tener al menos una vez en la vida y, para un enseñante, la de participar en un tribunal de oposición, donde se valora a los futuros profesionales de la docencia, es una de ellas. En mi caso, esta experiencia la he vivido varias veces, la última en la pasada edición, y ello, unido a mi experiencia docente de casi treinta años, me ha llevado a comprender mejor el rumbo que, a mi entender, va tomando la enseñanza, sin duda una de las tareas más fructíferas y reconfortantes a que uno se puede dedicar en la vida, aunque, y ese es el fondo de este artículo, la estemos desvirtuando en alguna medida.
Porque entendía yo que la enseñanza era algo tan sencillo y maravilloso al mismo tiempo como la conjunción de alguien que sepa enseñar y alguien que quiera aprender. Pero, con el paso del tiempo, uno observa atónito que ese apasionante proceso está siendo envuelto en una compleja parafernalia elaborada con toda una carga de retórica curricular, la mayoría de las veces tan rimbombante y grandilocuente como vacía de contenido. Y cada vez importa menos el regalo y más el papel de celofán que lo envuelve.
El regalo viene a ser la tarea callada y sacrificada de tantos profesionales que, cuando cierran la puerta de su aula, a veces sólo con la tiza y la pizarra como recursos didácticos, son capaces no sólo de transmitir conocimientos, sino de seducir y apasionar a los alumnos que tienen delante. Profesionales que, desde el anonimato, pasan cursos y cursos sin faltar un solo día a su obligación, aunque no sean diestros en el manejo de la PDA. Profesionales que en sus centros están siempre dispuestos para embarcarse en cualquier tarea en beneficio del alumnado, aunque sea fuera de su horario lectivo. Profesionales que dejan sello en sus alumnos, convirtiéndolos en discípulos en el sentido más bello y clásico de la palabra, discípulos a los que, en palabras de Gerardo Diego, contribuyen a “moldear su espíritu”.
Pero esa labor hoy ni se valora lo suficiente a nivel de reconocimiento profesional ni en los criterios de selección del profesorado. Porque, para ser reconocido profesionalmente, para que tu nombre suene en las instancias superiores, lo que importa es el papel de celofán, es decir, importa cada vez más el ser capaz de dominar esa retórica curricular y pasarse el tiempo elaborando informes, estadísticas, programaciones, memorias o protocolos de actuación (que esto se lleva mucho ahora), y cada vez menos el mancharse las manos diariamente de tiza dejándose la piel para conseguir enganchar a un alumnado cada vez más reticente.
Y, en lo que toca a la selección del profesorado, la experiencia con el paso del tiempo nos enseña que también se marcha por el mismo camino. Y cada vez importa menos el dominio de la materia que se pretende enseñar y la capacidad de transmitirla cautivando, y más el diseñar documentos como una programación o una unidad didáctica salpicadas de cuadros y de tablas de colores. Y el que suscribe ha terminado cansado de oír hablar de competencias básicas (el último invento de los expertos), de los niveles de concreción curricular, de la relación entre las dichosas competencias y los objetivos generales de etapa o de área, de los agrupamientos en gran grupo o pequeño grupo, de metodologías activas y participativas… y de tantos otros aspectos que hoy parece que son la panacea para enseñar, y no ha oído ni una sola vez citar a Garcilaso o a Quevedo, aun estando seleccionando a profesores de Lengua y Literatura.
No hace falta decir que ninguna culpa tienen en esta dinámica aquellos que han debido pasar por estas pruebas. La responsabilidad es de un sistema, trazado seguramente por expertos con las manos limpias de tiza, en el que lo que importa más no es ser enamorados de la enseñanza que sienten verdadera vocación por ella, sino burócratas de la enseñanza que se mueven como pez en el agua en las selvas de diseños curriculares. Y de eso hay que huir como de la peste, aunque defender estas ideas no entre dentro de lo políticamente correcto.
Sería una temeridad afirmar que es inútil planificar o programar lo que se va a llevar a cabo en el aula, y que hay que saber hacerlo y hacerlo bien, pero el problema es que hemos revestido esa labor de una envoltura cada vez más asfixiante para el profesor de a pie, que hemos convertido en un fin lo que es simplemente un medio, y que la realidad de cada aula, de cada grupo de alumnos, una vez que el docente cierra la puerta y queda a solas con ellos, desborda muchas veces toda planificación y es ahí donde tienen que entrar en juego la verdadera vocación, la personalidad y recursos del enseñante, la capacidad de transmitir y ganar unas voluntades para la causa de hacer personas no sólo con conocimientos de las diversas disciplinas, sino con profundidad y criterio para enfrentarse a la vida, con gusto y sensibilidad para disfrutar de lo bello, con ideas y valores para convivir en una sociedad cada vez más compleja y competitiva.
Seguramente ya será tarde para llevar a cabo esta tarea, que hay que realizarla además contra corriente y aun a costa de ser calificados con adjetivos no siempre positivos, pero los que nos sentimos maestros en el más bello y amplio sentido de la palabra, hemos de ponernos manos a la obra para intentar despojar a la enseñanza de cuento y devolverle encanto.
JOSE S. CARRASCO MOLINA
Catedrático de Instituto de Lengua y Literatura
Hay experiencias que es conveniente tener al menos una vez en la vida y, para un enseñante, la de participar en un tribunal de oposición, donde se valora a los futuros profesionales de la docencia, es una de ellas. En mi caso, esta experiencia la he vivido varias veces, la última en la pasada edición, y ello, unido a mi experiencia docente de casi treinta años, me ha llevado a comprender mejor el rumbo que, a mi entender, va tomando la enseñanza, sin duda una de las tareas más fructíferas y reconfortantes a que uno se puede dedicar en la vida, aunque, y ese es el fondo de este artículo, la estemos desvirtuando en alguna medida.
Porque entendía yo que la enseñanza era algo tan sencillo y maravilloso al mismo tiempo como la conjunción de alguien que sepa enseñar y alguien que quiera aprender. Pero, con el paso del tiempo, uno observa atónito que ese apasionante proceso está siendo envuelto en una compleja parafernalia elaborada con toda una carga de retórica curricular, la mayoría de las veces tan rimbombante y grandilocuente como vacía de contenido. Y cada vez importa menos el regalo y más el papel de celofán que lo envuelve.
El regalo viene a ser la tarea callada y sacrificada de tantos profesionales que, cuando cierran la puerta de su aula, a veces sólo con la tiza y la pizarra como recursos didácticos, son capaces no sólo de transmitir conocimientos, sino de seducir y apasionar a los alumnos que tienen delante. Profesionales que, desde el anonimato, pasan cursos y cursos sin faltar un solo día a su obligación, aunque no sean diestros en el manejo de la PDA. Profesionales que en sus centros están siempre dispuestos para embarcarse en cualquier tarea en beneficio del alumnado, aunque sea fuera de su horario lectivo. Profesionales que dejan sello en sus alumnos, convirtiéndolos en discípulos en el sentido más bello y clásico de la palabra, discípulos a los que, en palabras de Gerardo Diego, contribuyen a “moldear su espíritu”.
Pero esa labor hoy ni se valora lo suficiente a nivel de reconocimiento profesional ni en los criterios de selección del profesorado. Porque, para ser reconocido profesionalmente, para que tu nombre suene en las instancias superiores, lo que importa es el papel de celofán, es decir, importa cada vez más el ser capaz de dominar esa retórica curricular y pasarse el tiempo elaborando informes, estadísticas, programaciones, memorias o protocolos de actuación (que esto se lleva mucho ahora), y cada vez menos el mancharse las manos diariamente de tiza dejándose la piel para conseguir enganchar a un alumnado cada vez más reticente.
Y, en lo que toca a la selección del profesorado, la experiencia con el paso del tiempo nos enseña que también se marcha por el mismo camino. Y cada vez importa menos el dominio de la materia que se pretende enseñar y la capacidad de transmitirla cautivando, y más el diseñar documentos como una programación o una unidad didáctica salpicadas de cuadros y de tablas de colores. Y el que suscribe ha terminado cansado de oír hablar de competencias básicas (el último invento de los expertos), de los niveles de concreción curricular, de la relación entre las dichosas competencias y los objetivos generales de etapa o de área, de los agrupamientos en gran grupo o pequeño grupo, de metodologías activas y participativas… y de tantos otros aspectos que hoy parece que son la panacea para enseñar, y no ha oído ni una sola vez citar a Garcilaso o a Quevedo, aun estando seleccionando a profesores de Lengua y Literatura.
No hace falta decir que ninguna culpa tienen en esta dinámica aquellos que han debido pasar por estas pruebas. La responsabilidad es de un sistema, trazado seguramente por expertos con las manos limpias de tiza, en el que lo que importa más no es ser enamorados de la enseñanza que sienten verdadera vocación por ella, sino burócratas de la enseñanza que se mueven como pez en el agua en las selvas de diseños curriculares. Y de eso hay que huir como de la peste, aunque defender estas ideas no entre dentro de lo políticamente correcto.
Sería una temeridad afirmar que es inútil planificar o programar lo que se va a llevar a cabo en el aula, y que hay que saber hacerlo y hacerlo bien, pero el problema es que hemos revestido esa labor de una envoltura cada vez más asfixiante para el profesor de a pie, que hemos convertido en un fin lo que es simplemente un medio, y que la realidad de cada aula, de cada grupo de alumnos, una vez que el docente cierra la puerta y queda a solas con ellos, desborda muchas veces toda planificación y es ahí donde tienen que entrar en juego la verdadera vocación, la personalidad y recursos del enseñante, la capacidad de transmitir y ganar unas voluntades para la causa de hacer personas no sólo con conocimientos de las diversas disciplinas, sino con profundidad y criterio para enfrentarse a la vida, con gusto y sensibilidad para disfrutar de lo bello, con ideas y valores para convivir en una sociedad cada vez más compleja y competitiva.
Seguramente ya será tarde para llevar a cabo esta tarea, que hay que realizarla además contra corriente y aun a costa de ser calificados con adjetivos no siempre positivos, pero los que nos sentimos maestros en el más bello y amplio sentido de la palabra, hemos de ponernos manos a la obra para intentar despojar a la enseñanza de cuento y devolverle encanto.
JOSE S. CARRASCO MOLINA
Catedrático de Instituto de Lengua y Literatura
1 comentario:
Enhorabuena por este espacio, ha sido una sorpresa encontrarte,te iré leyendo poco a poco aunque algunos relatos ya los conozco. Un saludo.
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