sábado, 12 de septiembre de 2009

VIVIR EN UN PUEBLO:LOS APODOS

VIVIR EN UN PUEBLO: LOS APODOS
(Publicado en la Revista TONOS DIGITAL de la Univ. de Murcia. Julio 2009)

Es un hecho cierto que nuestras sociedades se están volviendo cada vez más frías, que la convivencia cada vez tiene menos de humana y entrañable, que nos estamos convirtiendo casi en autómatas que circulamos por las calles sin mirar siquiera a aquellos con quienes nos cruzamos.
Pero, por suerte, esta situación, muy común en nuestras ciudades tan pobladas, aún no se vive en los pueblos. Vivir en un pueblo es relacionarse, contactar, comunicar, tratarnos diariamente unos a otros y, por qué no, conocernos por los apodos.
Porque el apodo nace en el fondo de una necesidad de comunicarnos, de contactar con el otro, de referirnos al otro y por ello nos acerca y estrecha más los lazos que en un pueblo pequeño, como una tela de araña, nos unen a unos con otros.
Evidentemente, este fenómeno de los apodos no es exclusivo de un pueblo en concreto, sino que forman parte del patrimonio etnográfico de todos, y sería muy revelador y entrañable llevar a cabo una recopilación y clasificaciòn amplia de ellos en el ámbito de una comarca o, incluso, de la región. Ello contribuiría y mucho a definir una idiosincrasia, una forma de ser.
En primer lugar, habría que diferenciar el apodo del apellido y del mote. La diferencia con el apellido esta clara, pues éste nos viene dado generación tras generación y tiene un carácter oficial y administrativo y una validez universal e intemporal.
El apodo y el mote, sin embargo, sólo tienen vigencia en nuestro pueblo y no tienen, por supuesto, ninguna validez a efectos administrativos o burocráticos. Aunque su diferencia con los apellidos es, pues, bien clara, no lo es tanto la distinción entre ambos conceptos.
Según mi opinión, el apodo nace con una intención puramente diferenciadora, se transmite durante varias generaciones, convirtièndose en referencia de clan.
El mote, sin embargo, nace con una finalidad peyorativa, originado por alguna condición negativa, defecto físico,….y en su origen está referido a una persona en concreto. Lo que ocurre es que, con el tiempo, se puede convertir en apodo, abarcando a un linaje más o menos extenso.
Lo cierto y verdad es que, tanto unos como otros, son de una variedad y riqueza tremendas y reflejan ingenio y, en ocasiones, lo que se puede llamar coloquialmente mala idea, especialmente los motes.
Por ser el ámbito en el que desenvuelvo mi vida, voy a centrar este tema en un pueblo concreto, el mío, Abarán, el de las norias y de la balconada de la Ermita, el del Parque junto al Segura y del Teatro Cervantes con paredes salpicadas de notas de zarzuela, el del beso al Niño cada seis de enero y el desfile de Gigantes y Cabezudos en las postrimerías de cada septiembre.
Aquí, como en todos los pueblos, el valor del apellido no es apenas diferenciador, pues los Gómez, Ruices, Carrascos, Torneros, Cobarros…. inundan el Registro Civil. Y Joaquín Gómez Gómez, por poner un ejemplo, puede haber decenas. Igual ocurre en Blanca con los apellidos Cano, Molina, Núñez… o en Ricote con los Torrano, Miñano, Candel….
De este problema nace la necesidad de añadir algo que distinga a un Gómez de otro, por ejemplo. Ya en el siglo XVI encontramos algún apelativo diferenciador, que hace referencia al lugar donde se vive, y así se habla de Ginés Gómez de la Plaza y Ginés Gómez de la Calle. Evidentemente, estamos ante un pueblo muy pequeño configurado solo por lo que hoy es su casco antiguo.
Transportándonos a la actualidad, basándonos en una recopilación alfabética que hizo mi amigo Indalecio Maquilón de Jerines, realizando una cata o selección entre los centenares de apodos/motes recogidos, podríamos intentar agruparlos en campos semánticos para establecer un cierto orden en una selva tan abundante. Aunque quedaría pendiente un trabajo aún más curioso e interesante que consistiría en la investigación del porqué de cada apodo, algo que en la mayoría de los casos se nos pierde en la noche de los tiempos, pues nacen muchos de ellos de una ocurrencia puntual o de una circunstancia muy concreta que es imposible seguir en el tiempo, pues no queda constancia alguna ni oral ni mucho menos, escrita.
Nos conformaremos, pues, con dar un entrañable paseo por este bosque de apelativos, intentando llevar a cabo una cierta clasificación desde el punto de vista semántico o, en ocasiones, fonético.
a) Nombres de animales: águilas, conejos, pollos, pollitos, lagartos, grillos, ratónes…
b) Nombres de oficios (algunos desparecidos) : alañaores, talabarteros, garbanceros, quincalleros, santeros, morcilleros…..
c) Defectos físicos/morales o virtudes: tuertos, cojos, mancos, tartajas, chepaos, tristes, chivatos…; guapos, rápidos….
d) Frutas o legumbres: abercoques, calabazas, alubias,…
e) Nombres que, por poco frecuentes, se convierten en apodos: anacletos, doroteos, baldomeros, toribios, cornelios, damianes, casimiros, ramones…..
f) Sustantivos diversos de alimentos, objetos, partes del cuerpo…: gaseosas, jarras, minas, colillas, chalecos, porrones, puñitos, pestañas, tocinos, …..
g) Gentilicios: gallegos, mulatos, catalanas…..
h) Nombres compuestos, formados por dos lexemas, la mayoría consiguiendo una combinación original que no forma parte del léxico castellano, y que obeceden a diversas estructuras:
a) verbo-sustantivo: pelagatos, matacristos, pinchapuertas, tragapuros, faratacarros, buscavidas, cagatintas, mascaquesos …
b) sustantivo-adjetivo: patascortas,perrosgordos,
c) sustantivo-sustantivo: peñalejas
i) Palabras nuevas conseguidas muchas veces por una combinación de sonidos llamativos, muy frecuente el de la letra “ch”, a veces reduplicado: pachos, peruchetes, chiqueles, chairos, chiquetos, chuanes, chispes, chismos, chuchetes, chuchos, cachuchas, cachuchines, chichas. …A veces esa reduplicación es de otros sonidos: tatines, capitotos, patetas, tutos, cucas, pololo…
j) Nombres de toreros famosos: arruzas, gaonas, curritos, manoletes…
Esto es solo una pequeña muestra de todo un caudal de apelativos de lo más variado y que son pinceladas en el cuadro en el que se dibuja la vida de un pueblo, de cualquier pueblo. Generalmente, para nadie es un problema el llevar el apodo (yo estoy muy orgulloso de ser Jarras y Peñaleja) aunque hay gente que no acepta de buen grado el apodo que arrastra y para algunos es un insulto el que se le llame con él; ello ha dado lugar a más de una discusión o incluso a la ruptura de relaciones en más de una ocasión. Aunque hay que comprender que no todo un pueblo puede estar avisado de la aceptación o no de cada uno del apodo que le ha caido en suerte o en desgracia, porque la verdad es que, aunque no se busque el insulto o la descalificación personal, hay apelativos que son como una losa que pende sobre toda una familia generación tras generación y que cuesta mucho librarse de ellos. Para ello hay una frase que se usa y que pone punto y final a cualquier situación de este tipo, instando al ofendido a que se aguante y cargue con el apodo que le toque:
- Quien te puso “bodega”, que te hubiera puesto “cámara última”
Como hemos apuntado antes, sería muy clarificador y sugerente el conocer el origen de cada apelativo. Por suerte, conocemos el de algunos que nacieron en una fábrica de maderas, comúnmente conocida como La Leva, que en los años 50-60 dio trabajo a cientos de jóvenes y adolescentes. En ella, cuando entraba algún trabajador nuevo, se le hacía pasar por el rito del bautizo y se le imponía lo que era un mote, aunque con el tiempo muchos se han convertido en apodos, pasando ya a las generaciones siguientes. Algunos de ellos denotan un gran ingenio por parte del “celebrante”:
- “donelías”: se le puso este sobrenombre a un joven que tenía una pequeña calva en la cabeza, como los curas de entonces, y como había un cura en el pueblo llamado Don Elías, se le bautizó así.
- “picolino”: Picoli era el nombre de un personaje de tebeo muy poco agraciado. Al decirle al joven que se le iba a bautizar con este nombre, este no quería y gritaba: “Picoli no, Picoli no”. Y el “celebrante” le dijo que ya se había bautizado él solo.
- “pulpo”: se le puso este apelativo a un joven que tenía las piernas muy largas y parecía que se enredaba en ellas.
- “bajoca”: a este joven se le puso primero un nombre que no le gustaba y como era de la familia de los Alubias, se le bautizó con ese nombre que ya lo aceptó.
- “novillo”, joven que era de la familia de los Chirros y por ser muy pequeño se le bautizó así.
- “el Papa”: en una ocasión, con motivo de una festividad religiosa, el párroco organizó un desfile y un joven iba en un sillón con sotana blanca y sobre una carroza representando al Pontífice y, desde entonces, se le conoce con ese sobrenombre.
Como vemos, el nacimiento de un apodo o mote es fruto del ingenio en la mayoría de ocasiones y es por ello por lo que son una buena muestra de la idiosincrasia de pueblo, de cualquier pueblo.
Mirando al futuro, es una realidad que ese tipo de vida y sociedad en la que nacieron estos apelativos ya es muy diferente a la actual y que la forma de relacionarse de nuestros jóvenes, de las generaciones que nos suceden, va por otros derroteros. A pesar de ello, aunque algunos de estos apelativos ya no son usados por ellos, también es cierto que van surgiendo otros que, como motes en principio, van sirviendo para que se bauticen unos a otros, aunque seguramente estos apelativos tendrán una vida mucho más corta que esos apodos que se han ido transmitiendo generación tras generación, configurando una parte de la identidad de una comunidad y contribuyendo a ese encanto tan particular, tan sugerente, y para algunos tan desconocido, como tiene vivir en un pueblo.
JOSE S. CARRASCO MOLINA
Cronista Oficial de Abarán

EL VALOR DE LO ENTRAÑABLE

EL VALOR DE LO ENTRAÑABLE
Publicado en el Programa de Festejos de Abarán 2009

A pesar de que he escrito ya mucho en mi vida, no soy, ni creo que lo seré nunca, un escritor de fama y de prestigio, por lo que no creo que ningún crítico o estudioso se dedique en el futuro a examinar mi obra. Pero, si algún día alguien lo hace, observará que, entre el vocabulario más utilizado por el que suscribe, hay un adjetivo que casi nunca falta, que está presente en casi todos mis escritos, y es el adjetivo “entrañable”. Según el Diccionario de la Real Academia, entrañable significa “íntimo, muy afectuoso”. Definición corta, sí, pero muy acertada.
Lo entrañable es lo cercano, lo que nos llega dentro, lo que hace que nuestra emoción se ponga en juego, lo que provoca que nuestros sentimientos se despierten. Lo entrañable no es lo grandioso, lo espectacular, sino lo menudo, lo intrascendente. Hay momentos entrañables y personas entrañables. Son momentos y personas que no aparecerán nunca en ningún libro ni merecerán, seguramente, ningún monumento o calle, pero que llegan muy dentro y configuran la vida de un pueblo, la vida que se esconde tras las grandes noticias o las obras monumentales o las personas más relevantes.
Lo entrañable no tiene valor histórico, es verdad, y no es fácil tampoco exprimirlo literariamente, aunque, cuando esto se consigue, surgen piezas realmente deliciosas. Ahí está, como ejemplo, Azorín, el escritor de Monóvar, que supo convertir en maravillosa literatura lo anecdótico, lo intrascendente, lo cercano. Y, ahí están, para el que quiera disfrutar de su inigualable sabor, sus “Confesiones de un pequeño filósofo”, verdadera joya literaria confeccionada con pequeños rubíes engarzados con primor y esmero.
Aunque en la vida de una ciudad alguien pueda fotografiar seres o momentos entrañables, es en los pueblos, por la cercanía de sus gentes, por su vida más sosegada, por la mayor comunicación entre unos y otros, donde lo entrañable forma parte de la vida cotidiana. Tan sólo hace falta sensibilidad para poder captarlo y reflejarlo. Y, cuando se consigue, uno se enriquece y enriquece a aquellos con quienes lo comparte.
En nuestro pueblo, en cada pueblo, cada uno podría hacer, echando mano de su memoria y de su sensibilidad, una recopilación de los momentos entrañables vividos o de las personas entrañables tratadas. Y eso configuraría una enciclopedia de incalculable valor y sería también historia, seguramente poco científica, pero muy palpitante.
Es verdad que el ritmo de la vida, cada vez más impersonal y acelerado y dominado por las nuevas tecnologías, hace que vaya ganando terreno lo práctico y lo provechoso en detrimento de lo cercano y lo entrañable.
Pongo en marcha el motor de la memoria y empiezan a desfilar personas realmente entrañables, gentes de esas que no solo llenaban su casa, sino que eran las protagonistas de la vida de su calle dejando un hueco a su muerte muy difícil de llenar. En la mía, seguramente el Niño de la Rosa era uno de los personajes más emblemáticos y era entrañable la conversación con él en las tertulias de la esquina de la Alicia y era entrañable verlo venir al atardecer cargado con los productos de su huerta a la espalda que doblaban su espigada figura, y oir la expresión de su esposa al vislumbrarlo:
- Por ahí viene el Señor de la Caída
Volviendo a un tiempo más cercano, en el último año han desaparecido dos mujeres teñidas del color y el sabor de lo entrañable, que merecen una mención, dos mujeres que han dejado un tremendo hueco en sus calles, una en la Calle Larga y otra en la Plaza Vieja: Trini de la Patrocinia, mujer de carácter tranquilo y andar pausado, eje de su vecindario, y Maria de la Mulata, mujer enérgica, de fe profunda y convencida de la necesidad de hacer realidad los valores cristianos en la vida y las costumbres. Dos caracteres muy diferentes, pero dos personalidades para el recuerdo.
Y es que se nos van yendo hombres y mujeres que daban encanto a la vida del pueblo. Y también momentos tejidos con el hilo de lo cercano, por ejemplo, el momento de la mujer cantando mientras realizaba las tareas de limpieza de la casa. El pasar por una calle e ir oyendo las diferentes melodías que salían por las ventanas de cada casa era algo de verdad entrañable. Hoy ya esa escena es bastante difícil de contemplar. Yo tengo muy presente en la memoria aquellas canciones que oía en mi infancia o adolescencia. A un lado, mi tía Rosa, mujer que atesora innumerables dichos y canciones en su memoria. Recuerdo su voz en una canción que a nadie se la he vuelto a oir y que recrea el momento de la Anunciación:
¿Quién es ese ángel Gabriel
que de señora me trata,
no mereciéndome yo
tantísimas alabanzas?
En mi casa, mi madre lanzaba al aire una canción de tono melodramático que te podía hacer llorar acordándote de esa niña que estaba muriendo y se resistía a dejar esta vida:
Madre, cierra la puerta,
que ladra un perro,que ladra un perro.
Esas son las señales
que yo me muero, que yo me muero.
Al otro lado, mi tía Trini que se iba por lo histórico y revivía la trágica leyenda de los amores del rey Don Pedro I con Inés de Castro:
La condenaron a muerte,
la condena se cumplió,
y al rey Don Pedro dejaron
viviendo sin corazón.
Pero si entrañables eran aquellas canciones, más lo son las conversaciones que entablamos entre nosotros o incluso los saludos o expresiones que nos dirigimos, salpicados muchas veces de rasgos de ingenio. Además, como una de nuestras cualidades no es precisamente el hablar bajo, cualquiera puede fácilmente oír lo que hablamos, sin necesidad de pegar su oído. Y uno, simplemente pasando por la calle, o incluso estando en su cama, puede oír todo lo que se habla en el exterior. Y no se le puede tachar de sopero, en la peor acepción del término. Todo lo que sigue es fruto de esa escucha involuntaria y de una labor de recopilación de lo más curioso y entrañable.
Cuando ya el pueblo empieza su laborar diario (sobre las ocho de la mañana) y las calles empiezan a ser recorridas por nuestras gentes, ya comienzan a lanzarse las primeras preguntas. No cabe duda de que la más frecuente es la de “¿dónde vas?”, pero tambièn otras como “¿de dónde vienes?”, “qué vas a hacer de comer?” “¿cómo está tu marido?” “¿quién se ha muerto?”..… La respuesta del “mandao” nos vale, pero no para todas. Incluso, a veces, cuando la pregunta del “¿dónde vas?” nos pilla de mal genio, recurrimos a respuestas que, por su tono, ya nos delatan, dándose cuenta el interlocutor de que no debía haber preguntado. En una siesta calurosa del mes de agosto, por la calle San Damiàn subía una mujer cargada con dos bolsas llenas de ropa desde la parte baja del pueblo hasta la Era seguramente. En esa situación, sudando a más no poder, se cruza con otra que le hace la susodicha pregunta que le sienta como un tiro y se nota. Y he aquí la breve pero expresiva conversación:
-¿Dónde vas?
-¡A Torrevieja!
- No, si es que como te veo tan cargá…
A veces, aunque no estés de buen talante, aplicas, para responder, el ingenio o incluso el humor negro, como en este caso:
-¿Dónde vas?
- A buscar una soga pa ahorcarme
En otras ocasiones, la respuesta se hace tambièn de mala gana, pero con un tono festivo. También en pleno mes de agosto, con un calor ya respetable, a pesar de que eran las ocho de la mañana, se produce esta conversación:
- ¿Dónde vas tan temprano?
- A la feria
- ¿A qué feria?
- ¡A la de Ricote!
Mi primo Emiliano, que tiene chispa e ingenio para dar y tomar, ante la pregunta dichosa, responde siempre de manera taxativa:
-A Calasparra por arroz.
Junto a las preguntas, también, sobre todo desde que llegó el dichoso euro, son muy frecuentes las quejas por la subida de los precios (aunque ahora digan que baja el IPC). Y se oyen expresiones como estas:
–Ahora ya no puedes decir ”llevo 5000 pesetas y ya está”. ¡Esto es una vergüenza!
- ¡To el día con el monedero en la mano, to el día!
Pero, ante estas subidas, concretamente ante la de la leche, esta mujer de la anécdota encontró solución, y en el supermercado, un dia del pasado mayo, habla así con el cajero:
-Jesús, ¿es que ha subido otra vez la leche de cabra?
-Sí, ha subido diez céntimos
- Pues me va a traer cuenta comprarme una cabra y atarla a la ventana.
Es evidente que muchas de las cosas que nos decimos se basan en la confianza y amistad porque, fuera de este contexto, algunas causarían extrañeza. En la puerta de su negocio, una mujer está descargando algo de un coche. El del coche de atrás empieza a quejarse porque está tardando, y la mujer no le pide excusas, sino todo lo contrario, pues exclama expeditiva:
- Si resuellas, te ahogo.
Esa confianza hace que, en ocasiones, no tengamos apuro en señalar los defectos del otro, pues consideramos que hay una complicidad que nos lo permite. Es por eso por lo que el otro no se enfada y nos sigue la corriente e incluso agrava nuestra percepción negativa:
-¡Chacho, qué gordo te has puesto!
-Gordo, feo y con “trambosis”
Cuando se produce un encuentro después de mucho tiempo, lo más inmediato, cuando ya se tiene cierta edad, es dar el parte médico, porque siempre hay enfermedad u operación por el medio. Pero, aunque lo normal es que la conversación sea poco optimista, en ocasiones, sale a relucir el ingenio y el buen humor, como en este encuentro el pasado Sábado de Gloria en la puerta de un supermercado:
- Chacha, ¡cuánto tiempo hace que no te he visto!
- Es que me he operao de cataratas y ya ojalá que no me hubiera operao
- ¿Por qué? ¿es que no te has quedao bien?
- Porque antes no me veía las arrugas y ahora me las veo
Todas estas ocurrencias son parte de la vida de un pueblo, que tiene sus inconvenientes, pero tambièn sus ventajas. Y una de ellas es la disponibilidad de unos para con otros, claro, con excepciones. Pues uno de los ejemplos de mujer disponible y servicial y entrañable es María Luisa de Milanés (o “Tomatera” como la llama Arsenio por las mañanas con su peculiar voz). Ella es una de esas mujeres de pueblo que no se adaptarían a vivir en otra parte. Mujer de levantarse temprano, de barrer y rociar su puerta, de ir a misa primera, de tertulia nocturna en el verano. Lejos de ella el egoismo o la indiferencia ante cualquiera que la pueda necesitar. He aquí tres ofrecimientos suyos a tres mujeres distintas, hechos no sólo con la boca, sino tambièn desde el corazón:
– Si me necesitas algún día pa tu madre, me llamas


-Cuando te haga falta algo, aquí me tienes. Menos dinero, de to lo que quieras, tengo.
-Si necesitas algo de mí, aún sirvo aunque sea pa limpiar puertas.

Es verdad que con este artículo no he aportado nada a la historia de Abarán, que no he descubierto nada importante para su futuro, simplemente he intentado dar unas pinceladas en la acuarela de la vida de un pueblo, que, por suerte, aún sigue siendo pueblo y que entre todos hemos de procurar que sea así por mucho tiempo y, para conseguirlo, hemos de potenciar lo entrañable, lo cercano, la relación afectuosa entre todos y desterrar el enfrentamiento, la división, las estériles rencillas que de nada sirven, en nada nos benefician y a nada conducen.
JOSE S. CARRASCO MOLINA








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LA ESCUELA ¿SIN LEY?

LA ESCUELA ¿SIN LEY?
Publicado en LA VERDAD el 10/9/09
Hace unos meses, mi paisana y amiga Amalia Gómez, exsecretaria general de Asuntos Sociales, presentó su último libro, La Escuela Sin Ley (La Esfera de los Libros, Madrid 2009), en el que, como se puede deducir del titulo, se ocupa del candente tema de la violencia escolar. Ella puede hablar del tema con conocimiento de causa, y no de oídas, porque ha sido una docente de las que ha tocado la tiza, renunciando incluso a una brillante carrera politica para volver a las aulas de un instituto sevillano, cosa poco frecuente en nuestra clase política.
Los que estamos en la primera línea en este mundo de la educación venimos observando cómo el clima de nuestros centros va deteriorándose curso a curso. Nos referimos, especialmente, a los institutos, que son los centros donde, por la edad del alumnado, se concentran en su inmensa mayoría los problemas de convivencia. Aunque, seguramente, la dinámica social nos hubiera llevado a esta situación de cualquier manera, no cabe duda de que aquella huelga de mediados de los 80, la del célebre Cojo Manteca, fue un detonante inequívoco que convulsionó las relaciones entre los distintos estamentos que componen la comunidad educativa. Creo que la autora del citado libro da en la diana cuando resume así lo que ha pasado en estos últimos años como “la aparición de un modelo de gestión de los centros en función de criterios de representatividad, prevaleciendo éstos sobre criterios de índole pedagógica o formativa”.
Junto a ello, y seguramente como consecuencia de ello, se desarmó al profesorado, creando un procedimiento largo, farragoso e ineficaz ante las conductas graves de algunos alumnos, que, en muchas ocasiones, no experimentaban apenas ninguna consecuencia negativa por su acción, por lo cual nada les impedía continuar con su conducta y a los demás, imitar esos comportamientos negativos. Y el profesor quedaba atónito, de brazos cruzados, tras haber sido en ocasiones no sólo interrumpido en su labor diaria de dar clase, sino menospreciado, insultado y vejado en el ejercicio de una profesión a la que accedió, en la mayoría de los casos, cargado de vocación e ilusión. “La indefensión ha sido, y de alguna manera sigue siendo, el punto más vulnerable de los profesores” afirma Amalia en el libro.
Es verdad que hoy se está intentando corregir esa situación y se está simplificando aquel procedimiento, dotando de mayores atribuciones al director del centro, dándole la posiblidad de tomar medidas correctoras al instante y aminorando una carga burocrática tan pesada como inútil. Pero, a pesar de ello, es algo perfectamente observable que los temas disciplinarios, más o menos graves, absorben gran parte de la jornada de los responsables del centro, ocupando en ello un tiempo maravilloso que podría ser empleado en temas más provechosos para mejorar y potenciar un centro.
La realidad es que, también en el ámbito educativo, nos da miedo usar un vocabulario políticamente incorrecto y las palabras “autoridad”, “respeto”, “disciplina”… las hemos eliminado de nuestro uso corriente. Porque el vocablo autoridad ya se ha convertido en sinónimo de tiranía; respeto, de sumisión; disciplina, de esclavitud.
Junto al temor a lo políticamente incorrecto, como otro factor que viene a no dar soluciones a la situación, está la labor de los “expertos”, “estudiosos” o “especialistas”, con pocos restos de tiza en las manos. Estos se llenan la boca encontrando mil causas y remedios para esta situación en la que se ven los profesores de a pie cada vez con más frecuencia. Y se empieza a justificar hablando de desestructuración familiar, influencia de los medios, reflejo de la violencia social,…. Y se empiezan a redactar memorias, informes, protocolos de actuación, y se crean comisiones, observatorios…. Pero, mientras, el profesor anónimo de a pie, cuando se queda solo, al cerrar la puerta de su aula e intentar explicar Lengua o Matemáticas o Ciencias Sociales, siente, en ocasiones, impotencia ante lo que tiene que observar, o mejor, aguantar, sin encontrar apenas recursos para poder dar su clase en condiciones, al menos, dignas. Y viene el desánimo, el desaliento, y hasta el llanto y la depresión en hombres y mujeres que escogieron la docencia como un camino vocacional e ilusionante para sus vidas. Y, aunque sean jóvenes, ya piensan en la jubilación como el esperado escape para sus tribulaciones diarias. Pero, mientras que llega, hay que sobrevivir, y esta situación, que es muy triste, es la que se aprecia cada vez con más frecuencia en nuestros institutos. “Sobrevivir es la manera de seguir ejerciendo la profesión desde la impotencia de no poder enseñar y educar, a pesar de continuar impartiendo clases en un ambiente en el que se confunde la autoridad con la represión y la exigencia académica con la prepotencia del adulto” dice en su libro Amalia.
Este sobrevivir es tener que soportar día a día conductas para las que nuestros conocimientos de la materia que intentamos enseñar no nos sirven de nada. Y un profesor tiene que soportar que algunos alumnos, por suerte no la mayoría, tengan estos comportamientos: “saltar la puerta del instituto”, “insultar y pelearse con un compañero”, “tirar una botella llena de agua sin tapón y mojar el libro a una compañera”, “no traer nunca el material de trabajo de la asignatura”, “lanzar a la profesora un trozo de pan por la espalda”, “salirse de clase sin permiso del profesor”, “usar el móvil en clase y negarse a dárselo al profesor”, “escupir por la ventana”, “no parar de comer pipas en clase y arrojarle la agenda a la profesora de mala manera”, “lanzar tiza en clase a sus compañeros”, “lanzar un bolígrafo desde un extremo de la clase pasando cerca de la cabeza del profesor”, “tener una actitud pasota sin hacer caso al profesor con el consiguiente alboroto de la clase”, “decir en clase a un compañero vete a tomar por c…”, “decirle al profesor acuéstate y marcharse de clase”, “mofarse o reirse de una compañera hasta el punto de hacerle llorar”, ….y así una sucesión de situaciones, que se podrían resumir con las siguientes palabras de una profesora en una amonestación a un alumno: “hace lo que quiere en clase, no sigue ninguna indicación, no para de hablar, y ya no sé qué hacer con él”.
La confesión de esta impotencia es hoy algo que está en boca de muchos profesionales de la enseñanza, y es una situación, cuando menos, triste. Porque no sólo están en juego los derechos del profesor, en ocasiones pisoteados, sino los del resto de alumnos que merecen una enseñanza en condiciones dignas. Porque, aunque estos comportamientos son aún aislados en la mayoría de los centros, son suficientes para alterar el desarrrollo de una clase.
Nosotros, los profesores, hemos de reconocer que, aunque no somos, ni mucho menos, responsables de estas actitudes, también es cierto que hemos caído, en ocasiones, en una forma de actuación que podríamos definir como “colegueo”, pensando que, poniéndonos al nivel de los alumnos, los ganaríamos para nuestra causa. Y eso, con el tiempo, se nos ha vuelto en contra porque el alumno no goza de la suficiente madurez para establecer límites.
Junto a ello, también hay que señalar, en nuestro “debe”, que no somos capaces en cada centro de ponernos de acuerdo en un código de conducta mínimo para observar dentro del aula, en el que todos coincidamos y que todos llevemos a la práctica, porque ocurre que el alumno cambia varias veces al día de escala de valores, según el profesor que le toca, y lo que para uno es una actitud censurable, para el siguiente es algo normal y comprensible por la edad del alumnado. Valores como la puntualidad, el trato respetuoso con el profesor y los compañeros, el mantener en buen estado el mobiliario, el no comer ni beber en clase ni usar los nuevos medios (móvil, mp3..)…. configurarían un código mínimo que, llevado por todos los profesores a rajatabla, haría que los alumnos supieran a qué atenerse en todo momento.
Este es el presente, sin caer en derrotismos o catastrofismos que a nada conducen. Se puede envolver y adornar hablando de mil circunstancias familiares, sociales, … para explicar esos comportamientos que ahora se llaman “disruptivos” y es verdad que ese contexto influye, pero, mientras que nos devanamos los sesos con mil causas atenuantes, Antonio, Belén, Vicente, Pilar, Joaquín, María Dolores…. , profesores/as de a pie, con nombres y apellidos, que acabaron sus carreras con la mochila llena de ilusión por enseñar, empiezan sus clases diarias soñando con el toque de la sirena que marque su fin, y comienzan cada curso contabilizando cúantos le quedan para su merecida y ansiada jubilación.
El mejor colofón de este artículo, y mirando al futuro, que es al fin y al cabo lo que más importa, sería esta cita del libro antes citado, donde la autora hace un diagnóstico bastante acertado de cómo debe reconducirse esta situación, afirmando que “no se erradicará la violencia mientras no se establezca un modelo educativo más serio en su concepción, más ambicioso en sus objetivos, más generoso en sus medios y, sobre todo, más comprometido con la calidad de la enseñanza. Esto exige con carácter de necesidad una mayor exigencia en los niveles de contenido, y unas normas de convivencia que explícitamente supongan un respaldo a la integridad de docentes y alumnado. También hay que abandonar la teoría de que la igualdad de oportunidades pasa por que todos los menores estén escolarizados y vayan aprobando con retales, subastas y hasta con hipotecas.”.
Sólo nos quedaría preguntarnos si la dirección en la que va nuestro sistema educativo es esta o la contraria, porque están en juego, además de la formación de nuestros alumnos, la ilusión, la dignidad, e incluso, en ocasiones, la salud del profesorado.
JOSE SIMEÓN CARRASCO MOLINA
Catedrático de Instituto.